Era el Lunes Santo 31 de marzo de 1953. Hace exactamente cuarenta años. Una cofradía nueva, que habían sacado los hoteleros, salía por vez primera de la iglesia de San Andrés. La Semana Santa estrenaba una rampla de madera entre los naranjos, por la que bajaban en silencio aquellos pocos nazarenos negros con un sepulcro bordado en hilos de plata sobre el antifaz. Estábamos unos cuantos niños noveleros, estaban unos cuantos capillitas de toda la vida, de tertulia del Consejillo y cigarrito en el mostrador de González Serna frente al Teatro San Fernando. Todos estrenábamos la novedad con la misma curiosidad en los ojos. Desde el primer día nos impresionaron aquellos nazarenos de Santa Marta, tan nuevos pero ya tan antiguos en su silencio. Nos impresionó aquel misterio de Ortega Bru, entre inciensos y santos varones un Cristo con las manos semicerradas, muerto, en su traslado al sepulcro. Leo ahora el viejo programa de «El Correo de Andalucía», el que llevábamos aquella tarde en las manos los niños noveleros que no queríamos perdernos una y que aprendíamos como una biblia sevillana lo que anónimamente nos contaban en aquellas hojas Carlos Adriaensens, Felipe García de Pesquera, Curro Abaurrea… He tomado del anaquel de la biblioteca el viejo programa, con las hojas ya amarillas, con sus extensibles de horarios, itinerarios y bandas que son las cornetas de Tubero y los clarines de Caballería. Y me ha sonado el silencio de la plaza de San Andrés, aquella tarde de 1953, cuando he leído sobre el papel amarillento la descripción del misterio del Cristo de la Caridad: «Es un cuadro impresionante que le moverá a sobrecogimiento y devoción».
No llevaba entonces en la mano una rosa roja el Cristo muerto de la cofradía de Santa Marta. Las más bellas leyendas de Sevilla las escribe el tiempo. Ahora, cuando lo vemos bajar de Amor de Dios a la calle Palmas, el Cristo sobrecoge más aún por la rosa roja que en la mano semicerrada lleva, en la que el tiempo hace vivo el realismo de la muerte que le diera Ortega Bru. Dicen que esa rosa es la sangre florecida del Cristo. Que así quiso el escultor que apareciera en el paso su obra, tan clásica como la cofradía entera, que parece que cinco siglos tiene el Uno y que cuatro siglos al menos llevan estos nazarenos de Santa Marta imponiendo por las calles este cuadro impresionante que mueve a sobrecogimiento y que a emoción mueve.
Guardadme, como siempre que os cuento una leyenda, el secreto. Borremos en una nube de incienso el rigor de la historia. Esa rosa es la sangre florecida de un Cristo de Sevilla. Ni más ni menos, cómo pintó Valdés Leal. Que de dolor y muerte es la historia. Que fue que un ya lejano Lunes Santo, llegaron a la capilla de San Andrés todas las habituales ofrendas de flores que las hermandades y los devotos hacen. Se afanaban los priostes en colocar en el paso aquellas flores de la devoción, la súplica o el agradecimiento, y conociendo muchas de las historias que aquellos ramos traían, ponían algunos debajo del sudario del Señor, de modo que desde la calle no se vieran, pero que en la certeza de unos corazones anduviéran, como Santos Varones hechos lirios, en el traslado del Cristo de la Caridad al sepulcro.
Y fue que entre aquellas flores venía una caja transparente, con una sola rosa roja. Nadie conocía a quien mandaba aquella flor. Era un sevillano que, en un trance de dolor y angustia, se había quizá acordado de cómo aquellos nazarenos negros, aquel Cristo muerto con las manos semicerradas, le habían movido a sobrecogimiento y devoción. Con la flor venía una breve tarjeta, dirigida a los oficiales de la junta de gobierno. Decía: «Mi mujer está enferma, pongan esta rosa cerca del Cristo, para pedirle por ello». Un prioste encima del paso, vio la mano semicerrada del Cristo muerto y pensó que ningún lugar mejor para aquella rosa de sinceridad. Y desde aquella tarde de Lunes Santo, Sevilla comenzó a decir que la sangre de la llaga de la mano del Cristo de Santa Marta en flor había florecido. Y al año siguiente, que ya no llegó aquella flor, ni aquel dolor, ni aquella tarjeta, la hermandad le siguió poniendo una rosa roja en la mano al Cristo, leyenda del escultor, símbolo de muchas cosas que no se dicen.
Yo sé, lector, quién fue aquel hombre que en un momento de dolor, en la confianza de la fe de Sevilla, le mandó una rosa roja a un Cristo que ya cada año en la mano lleva. Y la historia vuelve a escribirse, porque a veces son los vascos quienes, ganados por Sevilla, forjan nuestras más bellas leyendas. Que el hombre que le mandó la rosa, ya legendaria, a la mano del Cristo de la Caridad se llamaba Iñaki Gabilondo.
Publicado en Diario-16 Andalucía el Lunes Santo 13 de abril 1992 y disponible en el boletín Nº33 de enero de 1993.