Es como un relámpago sobre el agua, ilumina e impresiona, casi no da tiempo de verla, es un suspiro de belleza calculada y magnética. Su paso dura lo que tiene que durar, un instante, pero las sensaciones que deja permanecen todo el año. Cristo muerto, amigos que transportan un cadáver que se niega a serlo, composición que se impone a todo lo que le rodea. Flor que nace de las gotas de sangre derramadas por un cuerpo que ya inerte está siendo transportado a un sepulcro que en breve dejará de cumplir su cometido. Silencio a su alrededor y el sabernos privilegiados de poder asistir a este momento.
Seguramente es la cofradía más fugaz de nuestra Semana Santa y por ello se convierte en obligatoria su visión. Sueño de un instante, flor de un día, milagro de lo nuevo convertido en eterno. Sensaciones contradictorias que rompen el tiempo reduciéndolo a la nada, precisamente ahora cuando las hermandades parecen dedicadas a combatir al dios Cronos en la Campana, ésta está convencida que sólo buscando su rapidez innata se convertirá en atemporal. Los sentimientos carecen de medida, sólo las retinas de nuestros recuerdos guardan al detalle todo aquello que nuestra miradas parecen olvidar. Quien quiera saber el auténtico peso de un segundo sólo tiene que buscar el paso de Santa Marta por cualquier lugar, allí encontrará lo que diferencia la vida de la muerte, una fracción de segundo.
Hay que despojar de una vez por todas de nuestra Semana Santa ese barniz de espectáculo y recobrar las viejas devociones, ésas que ahora al parecer importan poco. Olvidarse de la entrada en Campana, de chicotás interminables y del lucimiento desmedido. Hay que volver a lo esencial, a portar nuestras imágenes devocionales a la Catedral y volver al templo, todo ello en el menor tiempo posible, sin demora, como lo hace Santa Marta, con la urgencia que en este caso le da la necesidad de depositar a su Señor lo antes posible en San Andrés.