Qué bello es sentir todo el peso del tiempo en un solo instante. Qué hermoso es el silencio cuando este nos cuenta un millón de historias. Qué difícil es transmitir la urgencia, el amor y la devoción con la que trasladaron al crucificado a su última morada. Qué desasosiego y a la vez esperanza tuvieron que sentir todos aquellos que estuvieron presentes en aquel dramático momento. Pues bien todo eso y más es lo que siento cuando veo pasar, siempre fugazmente, a la Hermandad de Santa Marta.
Paso acelerado, de costaleros antiguos, ecos de un sentimiento esencial ya desgraciadamente sustituido por la vanidad de los innecesarios lucimientos. Cuanta verdad, cuando en tan solo en un abrir y cerrar de ojos, pasa todo el misterio de Ortega Bru a nuestro lado. Cuanta delicadeza en el gesto de María Magdalena que aspira a recoger hasta las ultimas gotas de sangre que salen de las manos inertes del Cristo yaciente, quizás para que el paso no se llene de rosas rojas entre sus lirios morados. Quien fuera uno de los Santos Varones, que transportan con diligencia al hombre que ha de resucitar. Quien Santa Marta para dar fe de tan triste suceso en lugar tan privilegiado.
Apenas cuatro horas para sentir aquello que nos llevaría toda una vida relatar, esa es la grandeza de una cofradía que sabe perfectamente que es lo que quiere transmitir en su estación penitencial. Recuperar aquellos sentimientos con las vivencias que hoy poseemos. Qué hermoso es verla cruzar la Plaza del Salvador, ya de vuelta, añorando su Iglesia de San Andrés, en la que no en balde habitan las cenizas de Valdés Leal, que de seguro contemplara gozoso ese misterio, al que parece faltarle el tiempo para volver de nuevo a su lugar de origen. Diligencia, que no rapidez, para poner de manifiesto lo que persiguen sus hermanos; dar sepultura a un Cristo que ya ha dejado de serlo. Que corta su estación de penitencia, que profunda su intensidad tan sevillana, que estremece.
Túnicas negras con cíngulo franciscano, cirios de azul oscuro, tañido de campanas en su salida, incienso de profunda tristeza para acompañar el cuerpo del Señor, costaleros de antes para trasladarnos a otro tiempo donde las cosas se hacían de otra manera, cuanto rigor unido a tanto amor y todo de un modo tan efímero y natural que pareciese que no hubiera otra forma de llevarlo a cabo, lección en suma que nos demuestra que el tiempo en realidad es solo un suspiro.