Virgen de las Penas, te imagino trajinando en Nazaret, entre cacharros, trayendo agua de la fuente, cocinando entre las brasas que levantan mucho humo y hacen lagrimear sin parar. Sí, te veo en eso que llamamos la vida oculta, anónima como una más de una aldeúcha de las montañas de Galilea con poco más de unas docenas de vecinos, todos pobretones, cuidando del hogar del casto José. Esas penas que las madres de familia viven a sorbitos, como si la hiel fuera dada a beber a traguitos muy breves, cada día un poquito pero sin acabarse nunca.
Qué equivocados están los artistas, María de las Penurias de Nazaret, la Virgen escondida. Te pintan como una madonna con festoneados ropajes, rodeada de caros y relucientes muebles, posando sorprendida en un momento de descanso. Pero allí, en aquella dura existencia en el crudo invierno de frío hasta en los huesos o en el secarral asfixiante del verano, no había tiempo para posar. Ni ropas con encajes, ni tafetanes, ni terciopelos. Todo era basto y humilde. En algo no se equivocan, Virgen de las Penas: en la delicada sonrisa con que te pintaron, con que te esculpieron, abnegada marta de la sagrada familia de Nazaret siempre ocupada en tu trajín de ama de casa.
Este 15 de mayo quiero esconderme contigo en Nazaret, en esa casa fea sin enfoscar, como se escondió en el convento de las clarisas el santo que hoy sube a los altares: Charles de Foucauld, en el último puesto antes de Cristo, escondido en su vida oculta como recadero del monasterio femenino para poder servir como tú hiciste.
“Yo me propongo mantener en mí la voluntad de trabajar en transformarme en María, para llegar a ser otra María viva y actuante, transformar en ella y por ella mis pensamientos, mis deseos, mis palabras, mis acciones, mis oraciones, mis sufrimientos, toda mi vida y mi muerte”, dejó escrito el apóstol de los tuareg, el más grande fracasado de la historia de la evangelización que ahora se nos propone como modelo: no hizo ni una conversión, no llegó a fundar ninguna orden, no se le unió nadie y ni siquiera le cupo el honor del martirio sino que murió de modo absurdo por una bala perdida. Ese es también el modelo de la Virgen de las Penalidades de Nazaret, desvivida por las demás vecinas, atareada por su familia, azacaneada en el afán diario.
Contemplo la biografía de Foucauld y te veo a ti, madre mía de las Penas. Cuántas penas no sufrirías en Nazaret. Porque siempre nos presentan tus penas, Virgen bonita y sufrida, en esa vía dolorosa donde uno a uno los siete puñales dolorosos se clavaron en tu pecho hasta traspasarte tu inmaculado corazón; al pie de la cruz, lacrimosa; o en el traslado al sepulcro de tu Hijo, congoja y llanto sin consuelo. Pero quién dice que no viviste en Nazaret las penurias de la escasez, la carestía de alimentos, las necesidades básicas de tantas viudas y huérfanos que quedaban desamparados, las enfermedades que provocaban rechazo social y expulsaban de la comunidad a quien las padeciera… Qué de penalidades, madre mía, en quien le cabía el gozo de haber llevado en su seno al que Vive por siempre.
Este 15 de mayo quiero esconderme contigo en Nazaret, en esa casa fea sin enfoscar, como se escondió en el convento de las clarisas el santo que hoy sube a los altares: Charles de Foucauld
De nuevo vuelvo al santo de hoy para suplicarte, Virgen de las Penas: “¡Oh, madre queridísima, Vos que lleváis a Jesús tan bien, enseñadnos a llevarlo cuando venimos de comulgar y siempre…, cuando venimos de comulgar, Él está en nosotros como estuvo en Vos con su cuerpo: siempre está en nosotros como estuvo en Vos también por su esencia divina… Enseñadnos a llevarlo con vuestro amor, vuestro recogimiento, vuestra adoración continuos y honrándolo con esa corona de virtudes con la que Vos le hacéis un lecho de flores en vuestra alma…”
Que no sea nunca más un traslado sombrío al sepulcro sino un traslado gozoso al cenáculo donde el Espíritu congregó por primera vez a su Iglesia contigo, María de las Penas, en medio. Virgen de las Penas, te lo pido para que, como Foucauld, también nosotros podamos decir un buen día: “¡Oh, madre mía, haced que seamos fieles a nuestra misión, a nuestra misión tan hermosa, que llevemos fielmente al centro de estas pobres almas, hundidas en las sombras de la muerte, al divino Jesús”. Amén