Quien contempla con ojos de fe a la Santísima Virgen experimenta interiormente la serena certeza de que la esperanza cristiana, nuestra esperanza, es cierta. No es vano producto de una ilusión quimérica o la proyección ilusa de un ideal inalcanzable. No. Nuestra esperanza es cierta. Es, como dice la carta a los Hebreos, ancla del alma, segura y firme (6,19). Segura y firme, luego cierta.
María es, sí, nuestra esperanza. Y una esperanza cierta, sin la cual nuestra fe se convierte en simple ideología y nuestra caridad en una solidaridad intrascendente. Y es que al hablar del cristianismo y exponer sus contenidos, estamos acostumbrados a hablar de la fe y de la caridad, pero no de la esperanza, porque como decía ya a finales del s. XIX un poeta francés, Charles Péguy, la esperanza es la pequeña de la casa, insignificante en apariencia y que apenas cuenta, pero sin la cual ni la fe ni la caridad se sostendrían. Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica que la esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo (nº 1817).
María es, sí, nuestra esperanza. Y una esperanza cierta, sin la cual nuestra fe se convierte en simple ideología y nuestra caridad en una solidaridad intrascendente.
María es madre de la esperanza, y nos enseña a esperar el cumplimiento pleno de las promesas de Dios. Ésa es la serena certeza que transmite la Santísima Virgen. Con su palabra silenciosa, Ella nos dice que toda su vida fue un esperar confiado, más allá de lo que sus sentidos le pudieran decir. Toda su existencia fue un convertirse en peregrina recorriendo un camino de fe hasta el cumplimiento final en su gloriosa asunción a los cielos. Por ello, quien se coloca ante Ella, quien contempla la inigualable belleza serena de su rostro, no puede sino sentir su cercanía materna, y en diálogo íntimo puede descargar en Ella sus penas, puede pedirle luz, puede sentir cómo Su mano providente sana una herida, calma un dolor, alienta en el cansancio, ofrece calma en medio de la agitación y el desasosiego de la vida.
María de Nazaret hace que la gracia de Dios transforme el agua insípida de nuestra fe temerosa, de nuestra caridad anémica, en el vino generoso de la vida del Espíritu, capaz de saciar la sed de plenitud que atenaza a todo ser humano. Eso fue lo que Ella hizo en Caná de Galilea. La intervención de la Virgen, callada, sencilla pero oportuna y eficaz, sirvió para alentar la esperanza de los novios que veían cómo la falta de vino iba a desvirtuar el día más feliz de su vida. Ante los problemas de nuestra existencia, ante las dificultades y desesperanzas que nos sobrevienen, quienes contemplamos a la Virgen continuamos aprendiendo su eterna lección de esperanza al invitarnos a ser fieles y dóciles a la voluntad de Dios cuando incansablemente nos repite: Haced lo que Él os diga. Es como si nos dijera: “Si no comprendes qué te pasa, por qué tienes ese problema, qué hacer ante esa dificultad, haz lo que Jesús te diga, y verás un final feliz, aunque ahora la realidad que vives no lo sea. Fíate de Jesús, fíate de Dios, como yo me fie, sabiendo que la misericordia del Señor llega a sus fieles, de generación en generación (Lc 1,50). Y ten la certeza de que yo estoy siempre contigo”.
Francisco Juan Martínez Rojas, Pbro.
Pero el gran ejemplo de esperanza de la Virgen lo encontramos, ante todo en el momento de su augusta soledad, después de la muerte del Señor. Ella, segura de las promesas reiteradas de Jesús de que había de resucitar, y segura como nadie del auténtico valor de la Redención, y del mensaje de Jesús, sufrió la amargura de su desolación en medio de la esperanza sobrenatural del triunfo de su Hijo divino sobre la muerte, sobre el pecado y aun sobre la perfidia de los suyos.
Por eso, con todo derecho, la Virgen Madre de Dios invita a todos los cristianos a seguir el ejemplo de su esperanza en que las promesas divinas se cumplen, a pesar de los aparentes fracasos que la vida cristiana, ante el creciente dominio del mal, pudiera hacer ver. Creo que uno de los motivos de la gran devoción a la Virgen es precisamente la esperanza y la inmensa confianza que su intercesión infunde en medio de las dificultades de la vida terrena, a quien se acerca a Ella, pudiendo experimentar que la esperanza es cierta.
Francisco Juan Martínez Rojas, Pbro.
Vicario general de la diócesis de Jaén y Dean de su catedral