Eva y María en la primera tradición patrística

Antonio Bueno Ávila, Pbro.
5 de mayo de 2021

Agradezco sinceramente al Hermano Mayor y a la Junta de Gobierno de la Hermandad de Santa Marta por haberme invitado a compartir con todos vosotros esta reflexión sobre la Virgen María, con motivo de los cultos solemnes en honor de Nuestra Señora de las Penas durante este mes de mayo.

Para esta meditación quisiera trasladarme a los orígenes del cristianismo y más concretamente a los primeros autores cristianos, los llamados Padres de la Iglesia. En su teología y en su exégesis, la Virgen María ocupará un lugar central y relevante, sobre todo, en relación con el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Y es que estos autores nunca tratan a la Virgen María desde sí misma, sino siempre en relación con Jesucristo, precisamente para resaltar su colaboración en la economía salvífica.

De esta forma, la primera exégesis y teología en torno a María se va a centrar en su maternidad virginal. Afirmar la verdadera maternidad de María es base indiscutible y garantía de la real humanidad de Jesucristo. Del mismo modo, afirmar su virginidad es garantía de su divinidad, ya que no ha nacido por concurso de varón, sino por obra y gracia del Espíritu Santo. Confesar la divinidad y humanidad de Jesucristo era necesario frente a distintas doctrinas heréticas que ponían en entredicho una u otra realidad. De hecho, la herejía doceta negaba la humanidad de Jesucristo, mientras que la herejía adopcionista negaba su divinidad. Así pues, el misterio de la madre-virgen se convertirá en el signo por antonomasia del misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Si la maternidad de María es signo de la real humanidad de Cristo, la virginidad lo es de su verdadera divinidad.

Si por la desobediencia de Eva, cuando aún era virgen, pecó Adán, y con él todo el género humano, por la obediencia de María “la Virgen” nace el segundo Adán, Jesucristo, salvación para toda la humanidad.

En este contexto, en la primera mitad del siglo II, san Justino mártir, será el primer autor cristiano que establezca una antítesis entre Eva y la Virgen María. De este modo, toda la historia de la salvación, Antiguo y Nuevo Testamento, queda enlazada por las escenas de la seducción de Eva (Gn 3, 1-20) y de la anunciación de María (Lc 1, 26-38). Si por la desobediencia de Eva, cuando aún era virgen, pecó Adán, y con él todo el género humano, por la obediencia de María “la Virgen” nace el segundo Adán, Jesucristo, salvación para toda la humanidad. Por lo tanto, Dios quiso reconducir y salvar al hombre por el mismo camino por el que se precipitó a pecar y a morir. En efecto, si por Eva-virgen nos viene el pecado y la muerte, por María-Virgen nos llega la salvación y la vida.

Con estas palabras lo expresa el propio san Justino: «Eva, todavía virgen y no corrompida, concibió la palabra de la serpiente, y dio a luz la desobediencia y la muerte. María, en cambio, la Virgen, acogiendo con fe y alegría el anuncio que el ángel Gabriel le trajo, respondió: «Hágase en mí según tu palabra». De ella ha nacido aquel de quien hemos mostrado que hablan tantas Escrituras; aquel por medio del cual Dios aniquila a la serpiente engañadora y a los ángeles y hombres semejantes a ella, y libra de la muerte a aquellos que se arrepienten y creen en él» (Diálogo con Trifón, 100: PG 6, 709-712).

Así pues, dos mujeres y dos vírgenes son consideradas responsables de la historia de la salvación, junto y subordinadamente a los dos hombres cabeza de la humanidad, Adán y Cristo. Eva con la serpiente, María con Cristo; Eva responsable de la muerte, María de la vida. Esto mismo, empleando otras palabras, lo repetirá y lo desarrollará san Ireneo de Lyón algunos años después: «De modo análogo nos encontramos que también María es obediente cuando dice: «He aquí tu esclava, Señor; hágase en mí según tu palabra». A Eva, en cambio, la encontramos desobediente; no obedeció, en efecto, cuando era todavía virgen. Y así Eva, hecha desobediente, llegó a ser causa de muerte, tanto para sí como para todo el género humano. El nudo de la desobediencia de Eva fue desecho por medio de la obediencia de María; porque aquello que la virgen Eva con su incredulidad había anudado, lo desató María con su fe» (Contra las herejías III, 22, 4: PG 7, 958-960).

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Antonio Bueno Ávila, Pbro.

Con el paso del tiempo, esta antítesis entre Eva y la Virgen María no solamente se relacionará con la escena de la anunciación (Lc 1, 26-38), sino también con esa otra trágica escena donde María se encuentra a los pies de la cruz (Jn 19, 25-27). En este sentido, san Juan Crisóstomo afirmará en el siglo IV: «¿Te das cuenta, qué victoria tan admirable? ¿Te das cuenta de cuán esclarecidas son las obras de la cruz? ¿Puedo decirte algo más maravilloso todavía? Entérate cómo ha sido conseguida esta victoria, y te admirarás más aún. Pues Cristo venció al diablo valiéndose de aquello mismo con que el diablo había vencido antes, y lo derrotó con las mismas armas que él había antes utilizado. Escucha de qué modo. Una virgen, un madero y la muerte fueron el signo de nuestra derrota. Eva era virgen, porque aún no había conocido varón; el madero era un árbol; la muerte, el castigo de Adán. Mas he aquí que, de nuevo, una Virgen, un madero y la muerte, antes signo de derrota, se convierten ahora en signo de victoria. En lugar de Eva está María; en lugar del árbol de la ciencia del bien y del mal, el árbol de la cruz; en lugar de la muerte de Adán, la muerte de Cristo. ¿Te das cuenta de cómo el diablo es vencido en aquello mismo en que antes había triunfado? En un árbol el diablo hizo caer a Adán; en un árbol derrotó Cristo al diablo. Aquel árbol hacía descender a la región de los muertos; éste, en cambio, hace volver de este lugar a los que a él habían descendido. Otro árbol ocultó la desnudez del hombre, después de su caída; éste, en cambio, mostró a todos, elevado en alto, al vencedor, también desnudo» (Homilía sobre el cementerio y la cruz, 2: PG 49, 396).

Nos acogemos a Nuestra Señora de las Penas, la nueva Eva, para que, en este mes de mayo y durante el tiempo de Pascua, nos ayude a descubrir al Crucificado en el Resucitado y así poder aliviar especialmente «las penas» de las personas que están sufriendo esta pandemia.

Os ruego un Ave María con esta intención.

Antonio Bueno Ávila, Pbro.
Canónigo y profesor de la facultad de teología

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