El jueves 2 de julio la Hermandad celebró un encuentro de oración y reflexión bajo el título “Encuentro de Meditación para la Esperanza”, que fue dirigido por el sacerdote D. José Francisco Durán, pbro., Delegado diocesano de Pastoral Juvenil. La convocatoria venía a suplir los actos formativos que no han podido en los últimos meses por la situación de pandemia, en los tiempos fuertes de Cuaresma y Pascua, así como los Ejercicios espirituales que se vienen celebrando los últimos años.
La celebración, en un ambiente de oración y recogimiento, estuvo centrada en la necesidad de mantener y alentar la Esperanza que nos ayude a todos a levantar el ánimo y aumentar nuestra confianza en el Señor tras los acontecimientos vividos, y contó con diversas lecturas bíblicas, oraciones y cantos de salmos, así como con los testimonios personales que ofrecieron N.H.D. Carlos Raynaud Soto, D. Pedro Montero Ruzafa y nuestro Hermano Mayor D. Antonio Távora, sobre cómo han vivido los difíciles momentos pasados.
Finalizó la celebración con la exposición y bendición con el Santísimo Sacramento y el canto final a la Santísima Virgen María.
Ofrecemos el cuadernillo con los textos usados para la oración, así como el testimonio que ofreció N.H.D. Carlos Raynaud Soto, hermano nº 2 de nuestra Hermandad.
Meditación para la Esperanza
Carlos Raynaud Soto
Hermanas y hermanos en el Señor:
En primer lugar quiero agradecer a nuestro Hermano Mayor la invitación para participar en esta “Meditación para la Esperanza”, tan acertadamente expuesta por Don José Francisco Durán, e intentaré comunicaros la experiencia personal vivida en circunstancias graves por la pérdida de salud, en unos días de tanta zozobra e incertidumbre por causa de la pandemia.
No son nuevos los actuales sucesos y el lugar donde acaecen. A lo largo de los siglos hay una docena de referencias históricas de males, pestes y epidemias sufridas en esta ciudad de Sevilla.
Especialmente grave fue la peste bubónica de 1649, que causó con certeza más de 60.000 muertes, entre ellas la de Juan Martínez Montañés. Prácticamente falleció el 50% de la población, o epidemia como la relativamente cercana, conocida como la gripe española del año 1918.
En esta misma collación de San Andrés se encontraban los antiguos Hospitales de la Misericordia y del Pozo Santo, cuyas iglesias subsisten, que acogieron a muchos de los enfermos de la época.
Y tan cerca de nosotros como la Plaza de San Andrés, que se denominaba en el siglo XVIII “de la Cruz”, por existir todavía la que presidía el cementerio que allí hubo, donde encontraron reposo muchas de las víctimas de las epidemias referenciadas.
Podemos considerar el carácter cíclico de los acontecimientos y meditar si después de tan trágicos y dolorosos sucesos, como sociedad salimos más fuertes y mejores de lo que éramos antes de que acontecieran, y extrapolarlo a la actualidad.
Y también reflexionar sobre cómo reaccionaron los supervivientes coetáneos a la desolación económica y social causada posteriormente.
Hoy, ya vamos conociendo las consecuencias que ocasionan en la actividad laboral y en la producción de bienes, servicios y creación de riqueza, la fragilidad de la vida humana ante un elemento nuevo y desconocido para la ciencia y la técnica actual.
Es una llamada de atención al engreimiento y soberbia de unas generaciones que nos creíamos poseedoras del presente y dominadoras del futuro del ser humano. Este hecho decepcionante puede acarrear la impresión generalizada de desaliento, desconfianza y miedo ante un futuro inesperado. Más acentuado aún, si la enfermedad hizo presa en el caso individual, o arrebató algún familiar u otros seres queridos o conocidos.
En una sociedad secularizada como la actual, con abandono de unos principios éticos y morales tenidos como ancla y faro por generaciones anteriores, la sensación de rebeldía e incomprensión puede poner en peligro los cimientos de las creencias religiosas, incluso a los que las tuvieren, y, si ese no es el caso, abocarnos a una inasumible desesperanza.
Desde una visión materializada de la vida, parece lógico no esperar, nunca, nada de nadie. Pero con una concepción espiritual cristiana del ser, la fe y la esperanza personal en un Ser superior debe implicar una actitud vital esencial y distinta de la vida y de la muerte.
La confianza de creer en la Palabra de Dios, en las promesas de Cristo, con la ayuda de la gracia del Espíritu Santo y las enseñanzas de la Iglesia, deben suponer un plus para la asunción de un presente doloroso e inevitable que puede compensarse con la aspiración y la esperanza en la vida eterna.
En mi experiencia personal y en momentos donde el dolor te inunda y barruntas que quizás acabe tu tiempo, pude recordar que también Jesús pidió al Padre que apartara de sí el cáliz del sufrimiento. Pero que también invocó seguidamente el “Hágase tu voluntad”.
Y así me sucedió. Fue como si un bálsamo paliativo de resignación me invadiera de inmediato plenamente.
Sirva de testimonio, la impagable ayuda que supone para el espíritu la confianza interior que aporta el entregar tu posible desenlace vital en las manos del Supremo Hacedor, invocando su infinita misericordia.
La conjunción de Fe y Esperanza consiguió, como dice el Salmo 34,7 que “Este pobre hombre imploró al Señor. Él lo escuchó, y lo salvó de sus angustias”.
El desajuste social que supone una catástrofe como la actual en los proyectos y en los planteamientos de futuro en cada uno de nosotros ha de hacernos reflexionar igualmente, sobre lo que nos advierte en los cantares de David: “El Señor desbarata el plan de las naciones y deshace los proyectos de los pueblos. Pero el plan del Señor subsiste eternamente” (Salmo 33, 10-11).
Es aquí donde quiero subrayar un mensaje, dirigido preferentemente a los jóvenes de nuestra Hermandad, de optimismo y de alegría para afrontar la reinstalación en la vida interior de las personas y en la sociedad, de aquellas virtudes y valores alterados, olvidados y también destruidos, que constituyen la esencia de la vida cristiana.
Hemos de recobrar la razón práctica para discernir nuestro verdadero bien y elegir los medios rectos para conseguirlo.
Hay que tener la constante voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le es debido. La firmeza permanente en la búsqueda del bien y de evitar el mal. La moderación de la atracción de los placeres y el equilibrio en el uso de los bienes.
La sensatez, la sobriedad, la rectitud de conducta, la equidad, la superación, el sacrificio, el dominio de la voluntad sobre los instintos, ¿es que están caducos y superados estos conceptos?
Hermanos, estamos hablando de practicar las Virtudes morales: la Prudencia, la Justicia, la Fortaleza, la Templanza… Y también las Virtudes teologales: la Fe, la Esperanza y la Caridad, lema y divisa de nuestra Hermandad.
Y todo con el cumplimiento de las normas de nuestra “Constitución” como cristianos, que sólo consta de 10 artículos. Nuestros diez Mandamientos.
Y ajustando nuestra “hoja de ruta” a las “revolucionarias” Bienaventuranzas proclamadas por Jesucristo en su Sermón de la Montaña.
Es decir, amar a Dios sobre todas las cosas, por Él mismo, y al prójimo como a uno mismo. Así de simple, y así de claro.
Marchemos contentos y alegres los hermanos que, como yo, estamos en la desembocadura del río de la vida, junto con los jóvenes, cuya existencia discurre aún como arroyos de aguas bravas. Y, porque así lo quiere el Señor, “Tocad en su honor el arpa, cantarle un canto nuevo”, como dice el Salmo 33.
Jóvenes, disfrutad con vuestros cinco sentidos de las maravillas de vivir y amar. Quereos sin límites y condiciones, entregándose a los demás sin precios ni esperas. Cultivad la amistad sincera y apartad lo que de hipócrita, abusivo, lo perverso de las conductas, la ambición desmedida, la riqueza insaciable, la vida hueca o el teatro de las vanidades que solo conducen a la nada; y arrasad con todo lo que hayamos podido dejar como mal ejemplo los antepasados.
Pero copiad también lo bueno y salvífico de tantos y tantos Santos que nos precedieron.
Confiad en la Palabra de Dios y mirad siempre el ejemplo de vida de nuestro Maestro Jesucristo contando con la intercesión de su Santísima Madre.
Seréis hasta más felices en la tierra. Que así sea.