Sus penas son la semilla. El fruto de nuestra alegría

Alfredo Morilla Martínez, Pbro.
30 de mayo de 2020

En ocasiones he escuchado decir a mi madre que los hijos damos problemas desde antes de nacer. Ella, una mujer que se acerca a los ochenta años y que en su vientre ha engendrado ocho vidas, no lo dice en tono de reproche o de queja sino como una conclusión real. Desde el primer momento en el que una mujer sabe y siente que en su vientre lleva una nueva vida, ya es capaz de dar la suya por esa criatura que ni siquiera conoce. El amor de una madre no es lógico, es un amor único, capaz de multiplicarse hasta el dolor. El amor de una madre hacia sus hijos tiene mucho de sentimiento puro y gratuito.

Nuestra Señora de las Penas sabe mucho de esto; su dolor no se concentró en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesús. Ella, como toda madre, ya empezaría a sufrir el miedo en el alma desde la Anunciación. El filósofo existencialista Jean Paul Sartre, aún siendo ateo y anti católico, plasmó de una manera sobrecogedora el nacimiento de Jesús y el sentimiento de la Virgen en ese momento. En la obra de teatro “Barioná, el Hijo del trueno” dice:

“La Virgen está pálida y mira al niño. Su cara expresa una reverencia y asombro que nunca había aparecido en cara humana. Y es que Cristo es su Hijo: carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno. Le dará el pecho y su leche se convertirá en sangre divina. De vez en cuando se olvida de que Él es Dios, le estrecha entre sus brazos y le dice “mi niño”. En ocasiones le mira y piensa: Este Dios es mi hijo. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí.

Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenazan temores ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo. Aun así, ningún niño ha sido arrancado de forma tan directa y cruel de su madre como este niño, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que pueda ella imaginar”.

Esos momentos de intimidad se quedarían grabados a fuego en las entrañas de la Virgen, como las palabras del anciano Simeón cuando María entró con Jesús en el templo: “y a tí, mujer, una espada te traspasará el alma”.

Esa espada apareció y se clavó años después en el Calvario. Cuando a Cristo Nicodemo y José de Arimatea lo bajaron de la cruz, lo dejaron reposando en el regazo de Maria, ese lugar que el niño Jesús habría buscado muchas veces en su infancia. José Luís Martín Descalzo lo narra de esta forma en su libro vida y misterio de Jesús de Nazaret:

Las Penas de la Virgen son las semillas de nuestra alegría, una alegría que se escribe con las cinco letras de un nombre: Jesús.

“La tarea de desclavar al reo era difícil y delicada. Tenía que hacerse lentamente si se quería tratar con mimo al cadáver. Juan trató de mantener alejada a María, pero cuando el cuerpo estuvo ya en tierra, no pudo impedir que ella corriera hacia él. Se sentó en el suelo junto a su cabeza y comenzó a limpiar su rostro, mientras José de Arimatea y Nicodemo lavaban su cuerpo ensangrentado con esponjas. Aquel cuerpo era ya una pobre cosa desvalida, que se dejaba manejar y voltear mientras lo lavaban. Parecía imposible que fuera el mismo cuerpo de aquel Maestro a quien tanto habían amado. Presionaron en sus párpados para cerrar sus ojos y, en ese momento, tuvieron la impresión de que el mundo acababa de oscurecerse. Nadie hablaba, nadie lloraba ya. Su ternura era aún más grande que su tristeza. Limpiaban  sus miembros como si fueran los de un niño. Les parecía soñar. Dentro de ellos algo les decía que el Maestro iba a despertarse de un momento a otro.

Cuando lo terminaron de lavar, lo colocaron en una sabana fuerte. Los varones cargaron con el cuerpo, seguidos por las mujeres, los cuarenta metros que les separaban del sepulcro”.

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Alfredo Morilla Martínez, Pbro.

En el principio y en el final de la vida del Dios hecho hombre, aparece el sufrimiento de la Virgen, las Penas de Nuestra Señora. Ella lo cubrió de besos al nacer y al morir, y manchó sus manos con la Sangre del Cordero que quitó el pecado del mundo. La historia de María cargada de penas y quebrantos puede parecer injusta. Pero ella se dejó modelar por las manos del alfarero, se sintió instrumento en las manos de Dios para algo grande y todo lo soportó con esperanza. Las lágrimas nunca le nublaron la vista y siempre recordó lo que le dijo a Dios: ¡Hágase en mi, según tu Palabra!.

El vientre de María fue el primer hogar de Dios en el mundo, sus brazos fueron la primera custodia que paseó el Cuerpo de Cristo por las calles y su corazón fue el motor que le dio ritmo al Sagrado Corazón de Jesús. Cristo es caridad, y en María tuvo a la mejor maestra. Por eso, contemplando a Nuestra Señora de las Penas, podemos decir hoy más que nunca, que la la Caridad de Cristo nos urge.

Las Penas de la Virgen son las semillas de nuestra alegría, una alegría que se escribe con las cinco letras de un nombre: Jesús.

Alfredo Morilla Martínez, Pbro.
Párroco de Nuestra Señora del Reposo (Sevilla)

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