No corren buenos tiempos para la lógica y natural asunción del destino, del devenir de los días, de la vida misma, con sus luces y sus sombras, con sus alegrías y sus golpes, con su complejidad. Cada vez parecen más los que se resisten a recibir la mera existencia tal cual es y se niegan a sufrir, a padecer, a cohabitar con el dolor cuando éste aparece inexorablemente. Sólo hay sitio, aparentemente, para lo placentero. Y para obtener éxitos y resultados positivos sin esfuerzo previo. En esta huida permanente cabalgando a lomos del más básico hedonismo, son muchos los que viven en una absurda realidad paralela y todos los que se engañan a sí mismos. Al otro lado, enfrente, está María.
La contemplación de la Virgen de las Penas evoca justo lo contrario a esa corriente al alza, la dirección opuesta a la que tantas almas se han ido encaminando entre la comodidad, el relativismo y el autoengaño. Porque su figura es la de la más pura serenidad en el desgarro, la de la asunción del destino y de los designios del Padre a pesar del inmenso dolor. En este caso, el de la pérdida de un hijo, cuyo cuerpo se traslada al sepulcro tras la tortura mortal. Pero la Madre conoce lo que viene, la salvación, y también que para alcanzarla antes hay que convivir con la aflicción y la angustia. Así nos lo rememora en cuanto la tenemos delante. Por eso sus penas son ejemplares, porque las soporta con la serenidad que refleja claramente su rostro en todo un símbolo paradigmático de resignación cristiana. Ella es la calma, la entereza frente al duelo y el desconsuelo. Y lo hace María, además, alejándose también de otro elemento consustancial a nuestros días, el de la vanidad, el personalismo y la ostentación egocéntrica. No hay alharaca ni exageración ni exhibición en su pesar, sino una asimilación del suplicio de forma discreta, comedida, íntima, personal. Es ella el mejor modelo, por tanto, de la adaptación ante el mal con convencimiento, con sosiego y con recato, tres rasgos que en la actualidad están en franco retroceso. La sociedad busca y ensalza el individualismo y la exhibición de manera compulsiva, ya sea para presumir de posesiones o virtudes, ya sea para alardear de los dolores más personales, pese a que resulte paradójico. Por el contrario, la Madre de las Penas nos enseña, como lo hace su Hermandad de Santa Marta, la mesura y la aceptación como camino hacia la paz interior incluso en las peores circunstancias. Con integridad y reposo. Serena. Firme. Porque comprende la verdad de la vida y de la muerte.
Ese drama de la fragilidad que hay entre vivir o morir lo están conociendo bien esta primavera, desgraciadamente, los ciudadanos ucranianos que padecen la invasión rusa. Precisamente un nutrido grupo de éstos ha podido escapar de ese escenario bélico gracias a la intermediación de la Hermandad de Santa Marta, que fue al rescate físico pero también al espiritual. Porque toda esta gente socorrida tiene ahora ante sí la imagen de la Madre de las Penas y ese ejemplo de quietud y fortaleza con el que afrontar todo lo que les está ocurriendo. Son desplazados, refugiados de guerra, y ante las siete lágrimas que nacen de los ojos de la Dolorosa tienen ahora la oportunidad de encontrar el camino para resistir interiormente y no caer en el hondo agujero de la aflicción personal. Con ellos camina ahora la mejor pauta de integridad, de rectitud y de calma. La serenidad hecha rostro de mujer. No hay pena insuperable bajo la mirada y el ejemplo de María.