Madre, vengo a verte este día de mayo y estar contigo un rato en la quieta paz de San Andrés; sentir tu cercanía y que me sientas también cerca. Cuántas veces me olvido de decírtelo y de recordármelo. Solo mirarte, Madre, y dejarme mirar por tu pureza desbordante. Solo estar, parar, reconocerme y reconocerte de nuevo. Un solo día, un instante solo, puede cambiar la vida.
Aquí me tienes. Tañido de campana es tu rostro, como goteo constante de muerte coagulada en la inmensidad de un llanto ahogado. Mar de Galilea tu mirada, mas mar en calma, que no hay tempestad sino serena luz en tus ojos anegados, mecidos en el incomprensible sosiego de tu confiado Sí hasta el extremo de aquella mañana en Nazaret.
Es el mismo mar de la tempestad calmada, que tú amainas ahora con la fe que faltó en aquella barca. Sin entender mucho ni adivinar siquiera, a oscuras de la luz de los hombres y los días, pero iluminada con la llama, deslumbrante y tenue a la vez, de tu Sí.
El mismo mar cuyas profundidades miras absorta, allí donde los peces aguardaban aquella pesca milagrosa que rompía las redes y las reglas de juego de los apóstoles, como tantas reglas del juego rotas a lo largo de los siglos con la sola palabra de tu Hijo… Tantas reglas “nuestras” que no eran las suyas; tantas como las que rompiste con tu Sí, abandonándote a las reglas de Dios, solo confiando. Así partiste para ver a tu prima Isabel, así te encontraste al regreso con tus vecinos, sus miradas y comentarios a tu embarazo, y así también con José y su pavoroso desconcierto. Así pusisteis luego camino a Belén, y así nació tu Hijo. Por eso ahora tu mar de Galilea está tranquilo en tu mirada, aun sin entender muchas cosas como entonces.
Tus manos hablan con tus últimas palabras contadas: “haced lo que Él os diga”. Como en Caná, cuando los novios se quedaron sin vino en su boda, y tú te preocupabas por ellos entonces, como por nosotros ahora, cada día. Porque tus Penas no son solo tuyas, ni las de entonces, sino también las de aquellos novios y las nuestras ahora.
Tañido de campana es tu rostro, como goteo constante de muerte coagulada en la inmensidad de un llanto ahogado
Tus manos son Betania, abiertas para recibir y atender al que llegue, cansado, triste o hambriento, y sus penas serán las tuyas, y sus penurias y angustias se remansarán en la orilla de tu mar en calma.
Rota, muerta en pie, vaciada de todo a los pies del Calvario, te veo luego seca tras la vida tronchada de tu Hijo, amortajado con tu mirada hueca y el perfume de tu silencio, frío como aquella noche de Belén, o la espada de Simeón, o el repeluco de las voces que venían del huerto de los Olivos, como tantas soledades, abandonos, traiciones, injusticias… pero confiando.
Este día de mayo vengo a verte, Madre, para asomarme al fondo de tu mirada, donde está el sepulcro vacío, y todo es luz y vida, azul intenso y sudario doblado. Y huele a lumbre de hogar, a Nazaret, a Belén, a Betania. Y huele a Sí de amor, de confiar, de mar sereno y pesca abundante. Porque eres Madre resucitada, y reinas gloriosa junto al Padre; pero también permaneces con nosotros, porque tus Penas son el espejo donde vemos las nuestras, de las que nos cuidas y consuelas, porque las abrazas como tuyas.
Por eso tu rostro es tañido, y mar tu mirada, mas mar en calma. Por eso vengo a verte, Madre, y a pedirte este día de mayo, que me acojas en la Betania de tus manos.