Quisiera nos acercáramos con esta meditación a una de las escenas con más hondura en la Santísima Virgen María.
María acompaña al Hijo en su vía crucis. María experimenta el dolor, contempla todos los tormentos que se infligen a su Hijo. Y después ve la cruz. La ve tal cual es: su sentido maternal le hace comprender que es sobremanera pesada, ruda, dura. Sabe lo que significa llevar ese madero a cuestas para después ser clavado y morir en él. Al mismo tiempo sabe que Él es el Hijo de Dios, que tiene que cumplir esta difícil misión, que ofrece su vida por la salvación del mundo. Y sabe también que ella le ha dado su propia vida. Ambas cosas están presentes en su alma: una tristeza puramente humana y a la vez la gracia de participar en el sufrimiento sobrehumano y divino del Hijo, sufrimiento que Él le comunica y en el que ella participa desde lo más profundo de su alma. María es una Madre humana, angustiada por la suerte de su Hijo, y al mismo tiempo la Madre de Dios, por lo que no es dueña de sí misma y está entregada en cuerpo y alma al servicio de la misión divina de su Hijo.
Toda la humanidad de María aparece afectada por el sufrimiento. Dios se sirve de todas sus facultades naturales de entrega, de compasión, de angustia y de aflicción, para elevarlas al plano sobrenatural. La pasión no origina en ella dos almas que sufren por separado, sino que más bien la violencia sobrenatural del sufrimiento se sirve de lo que hay en ella de humanamente disponible para permitirle participar lo más posible en el destino de su Hijo y garantizar de este modo al Hijo que sufre por toda la humanidad, la ayuda de una Madre. María está ante el Señor al pie de la cruz. Cuando el Hijo la mira, no ve en ella a los horribles pecadores por los que muere: ve a la humanidad como transfigurada en la figura de su Madre.
María comprende cada vez mejor que, en este sufrimiento extremo, el Hijo es puro amor
María comprende cada vez mejor que, en este sufrimiento extremo, el Hijo es puro amor. El sí que había dado al ángel, lo reitera ahora al Hijo, para cumplir la voluntad de Éste. Y de este modo el Padre recibe en la cruz al Hijo con su Madre, en una entrega nueva e inseparable. Y finalmente estos dos síes son uno porque constituyen un único servicio. Dentro de este servicio María deja toda la iniciativa a Dios, se entrega incondicionalmente a Él, en el gozo y en el dolor.
Antero Pascual Rodríguez, Pbro.
Ahora comenzará la misión maternal de María en medio de los apóstoles y en la Iglesia naciente. Será en la Pascua, donde María vea con una evidencia total, está iluminada hasta lo más íntimo por la luz de la gracia de su Hijo. María comprende ahora que todas las penas y dificultades pasadas han tenido sentido para prepararla a esta alegría desbordante. Ahora llega a descubrir la dimensión total de la vida de la gracia.
Que Nuestra Señora de las Penas nos envuelva con la misma gracia que hizo de su dolor la oportunidad de experimentar en nosotros la salvación de su Hijo, Nuestro Señor.
Con todo afecto en comunión de oraciones.
Antero Pascual Rodríguez, Pbro.
Rector del Seminario Metropolitano de Sevilla