Meditación sobre Nuestra Señora de las Penas

Pablo Guija Rodríguez, Pbro.
18 de mayo de 2021

Hablar de penas es hablar de tristezas, de desgracias, de pesares. Pena por el vacío que deja la muerte de un ser querido, o la impotencia ante la enfermedad de alguien cercano. Pena por lo que dejamos atrás y por la incertidumbre de un futuro que se desdibuja entre sombríos augurios.

Hablar de pena durante la Pascua de Resurrección es reconocer con humildad que las creencias, antaño verdades sólidas, se han visto sacudidas desde sus cimientos y se han rebelado débiles castillos de arena. Hablar de pena cuando la alegría por la Vida que vence a la muerte tiene que ser lo que impregne nuestra vida de creyentes es desenmascarar tentaciones y debilidades de un cristiano más tibio de lo que nos gustaría reconocer. Y es que llevamos un tesoro en vasijas de barro (2Co 4,7).

Pero, ¿qué es lo que hemos hecho en otras ocasiones cuando todo a nuestro alrededor se derrumbaba? ¿A quién hemos acudido en busca de consuelo, de comprensión o de apoyo? A la Virgen. Que nadie se sienta ajeno, o tan perdido, o tan sumergido en la pena, que piense que no tiene remedio ni solución. María es una persona tan humana como cualquiera de nosotros y, como cualquiera, también padeció sus tentaciones. No, no quiero escandalizar a nadie, sino reconocer un hecho objetivo: del mismo modo que Jesús sufrió tentaciones y aun así no pecó, del mismo modo, María también tuvo que enfrentarse a tentaciones, y muy fuertes, a lo largo de su vida. Ya desde el comienzo se la reconoció como la nueva Eva (cf. Ireneo de Lyon, Adv. Haer, 5, 19, 1). ¿Acaso no pudo sentir la tentación de la soberbia o de la vanidad cuando se supo escogida entre todas las mujeres? Probablemente sintiera además la tentación de sobreproteger a Jesús, a su “niño”, de todo peligro tras la profecía de Simeón, incluso hasta el punto de que no cumpliera la voluntad del Padre. Quizá también se le pasase por la cabeza más de una vez la idea de plantearle a Jesús que dejara su misión o que incluso en la cruz hiciera alarde de su poder y bajara para no sufrir más y, con Él, Ella, cuyo corazón iba rasgándose a cada minuto que pasaba. Otra tentación más que lógica sería la de desesperarse al contemplar la muerte de su Hijo. ¿Para qué seguir creyendo? ¿De qué había servido tanto sacrificio, tanta oración, tanta entrega? ¿Para qué seguir viviendo si Aquel al que más quería había muerto de esa forma tan cruel? Y, por otro lado, nadie le echaría en cara si, tras ver muerto en la cruz a Jesús, se cerrase a la posibilidad de la resurrección.

El fiat de la Virgen no es puntual, ni siquiera intermitente. Es contundente, constante, diligente. María confió siempre en el Padre eterno y nos enseña a hacer lo mismo a nosotros

Pero María aprendió pronto a decir sí, hágase (cf. Lc 1,38). El fiat de la Virgen no es puntual, ni siquiera intermitente. Es contundente, constante, diligente. María confió siempre en el Padre eterno y nos enseña a hacer lo mismo a nosotros. Nuestra Señora de las Penas nos muestra un hecho: las desgracias les ocurren a los creyentes y a los no creyentes, con la diferencia cualitativa y esencial de que los creyentes cuentan con la fe, la esperanza y el amor para afrontarlas. Por ello María, frente a la tentación de la soberbia y la vanidad, responde eligiendo la humildad y la sencillez. Frente a la tentación de imponer su voluntad al plan de Dios, escogió la paciencia y la mansedumbre, aguardando los frutos de ese plan aun sin llegar a comprenderlo. Para vencer la tentación que le invitaba a evitar el dolor, hizo acopio de fortaleza para llevar la cruz del sufrimiento. La tentación de la desesperación no encontró eco en su corazón, pues éste se abrió a la esperanza. Frente a la tentación del odio y el rencor respecto a todos los que habían traicionado o infligido dolor a su amado Hijo, la superó haciendo sitio a la misericordia y el perdón. Y a pesar de la tentación lógica de la negación de la resurrección, confió en las palabras de Jesús, que afirmó ser la resurrección y la vida (cf. Jn 11,25).

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Pablo Guija Rodríguez, Pbro.

Y porque comprendió que las tentaciones son momentos donde la libertad se encuentra especialmente involucrada, en las que escoger a Dios y su divina voluntad, María es venerada hoy como modelo de creyente santa, paciente, humilde, sencilla, entregada, misericordiosa, alegre, y un largo etcétera. Por eso, frente a las situaciones de desasosiego, ante las tribulaciones que asolan nuestras vidas, acudamos siempre a Nuestra Señora, la Virgen de las Penas, para que las troque en alegría, en serenidad y en esperanza. Repitamos con ella su “fiat” a la voluntad de Dios y, de su mano, caminemos al encuentro gozoso del Señor resucitado.

Pblo Guija Rodríguez, Pbro.
Delegado de Pastoral Universitaria

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