Más que tu solo Dios, solo Dios

Manuel Jesús Galindo Pérez, Pbro.
19 de mayo de 2020

La frase no es solo al estribillo de una canción. En el punto primero de la Declaración del Dogma de la Inmaculada Concepción el Santo Padre Pio IX señala que, en cuanto prevista la obra de la redención y por ende la encarnación del Verbo, señaló el Padre para su Hijo una Madre “y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia. Por lo cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos los ángeles y santos, que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios.”

Más tarde, desde el prisma de la reflexión acerca de la naturaleza y misión de la Iglesia y con un lenguaje distinto, la constitución dogmática Lumen Gentium en su número 65 expone igualmente que la Santísima Virgen, criatura como nosotros, como nosotros miembro del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia; por sus dones, perfección y vida inmaculada es la primera, el modelo de discípulo de su Hijo: “Mientras la Iglesia en la Beatísima Virgen llegó a la perfección por la que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes.”

Ante esta verdad podemos tener la tentación de resignarnos a vivir en relación a la Virgen como dice la letra de una conocida canción: Hace que la vea igual que a una estrella / Tan lejos, tan lejos en la inmensidad / Que no espero nunca poderla alcanzar. Es altísima su santidad; pero no es cristiano, no es mariano vivir en este tenor respecto a ella. Sencillamente porque es madre. Su plenitud de Gracia, su pureza y santidad no le aleja de nosotros, sino todo lo contrario. En este sentido el Concilio expone un principio que, si bien es de aplicación primera a ella, nos enseña algo fundamental a todos: “cuanto más cercano a Dios, más próximo estoy a los hombres”. Generalmente se piensa lo contrario, y es que no contamos con la herida del pecado original: el ser humano tiende a ser soberbio. Ninguno ignoramos que acabaremos absorbidos por la muerte, que estamos llenos de deficiencias. Sin embargo la sed de eternidad está inscrita en nuestro ser; cada uno pretende su permanencia, su memoria aunque sólo sea en el tiempo. En caso de enrocarse así sin contar con Dios, y la historia es testigo, el individuo establece una especie de muro respecto a los demás, pues debe levantarse, erguirse sobre los demás sea como sea…el prójimo pierde su carácter de dignidad. Sin embargo el misterio y la dignidad del hombre se encuentra en la revelación de Dios, en esa elección del hombre por amor que ha hecho el Padre. Pero del hombre y la mujer concreto, singular, con su historia de éxitos y fracasos. Desde toda la eternidad Dios nos ha hecho a cada uno objeto de su amor infinito. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo”.

La más cercana a Dios, y por tanto más cercana a cada uno de nosotros, es la Virgen

Más que la teoría, la vida de los santos nos muestra la certeza de la afirmación del concilio “cuanto más cercano a Dios, más cercano a los hombres”. Y la más cercana a Dios, y por tanto más cercana a cada uno de nosotros, es la Virgen. Es la que más participa del Corazón de Dios, de modo que lo fundamental es que ella nos sigue, nos ayuda y nos alienta en nuestro caminar; está presente, acompaña a la Iglesia, nos acompaña a cada uno de nosotros sus hijos en nuestra peregrinación con corazón materno.

Por eso, nuestra devoción hacia Ella no puede reducirse a unas prácticas exteriores de algunos días al año; ni siquiera, por mucha fidelidad cotidiana que se mantenga, nos podemos dar por satisfechos por una oración diaria más o menos extensa; sino que debe ser una verdadera “devoción”; es decir, una entrega amorosa, un contar con ella en cada asunto sea grande o pequeño.

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Manuel Jesús Galindo Pérez, Pbro.

A nadie se nos escapa que el afecto que se puede tener a una madre se expresará en el obsequio que se le hace el día de su cumpleaños o de su santo, o en cualquier otra oportunidad que se encuentre. Dudaríamos de la solidez de nuestro afecto por ella si nos descubriéramos habitualmente despistados en atender esas ocasiones. Pero al mismo tiempo es cierto que quedarían en nada esos regalos si cotidianamente no hay una relación de confianza, de ayuda, de escucha y consejo; en una palabra, una relación verdaderamente filial. Quienes conocemos el corazón de una madre (y todos somos hijos) tenemos experiencia de la tristeza de su corazón en medio de la fiesta más grande que le podamos organizar o del regalo mejor que le podamos ofrecer porque antes ha tenido un desencuentro con el hijo, o porque la ausencia olvidadiza del mismo “porque tengo mucho trabajo” no la compensa la compañía del ratito de la fiesta ni la calidad del mejor regalo del mundo. Pues con la Virgen ocurre lo mismo: no basta multiplicar actos exteriores o prácticas de devoción; no podemos caer en el error de convertir en fines lo que son medios. Los triduos, novenas, rosarios, celebraciones marianas solemnes son medios buenísimos, excelentes, maravillosos para alentarnos a mantener nuestra relación filial con María, para estimular la memoria de nuestro corazón y ayudarnos así a acudir a ella y aplicar el oído de nuestro corazón a cuanto ella nos quiera contar de su Hijo haciéndonos dóciles a su palabra maternal en tantas ocasiones en que no sabemos qué es lo correcto, y esa palabra es: “Haced lo que Él os diga”.

Cuidemos el trato con la madre, confiémonos a sus cuidados, no dejemos de honrarla y todo ello cada día, desde encomendarle los trabajos del día hasta el sueño del descanso.

Manuel Jesús Galindo Pérez, Pbro.
Vicario parroquial de la Parroquia de San Andrés, Sevilla.

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