Cincuenta días después de la resurrección de Jesús, los discípulos se encontraban reunidos con la esperanza de volver a encontrarse con aquel amigo que siempre les prometió que estaría con ellos hasta el final de los tiempos. Jesús no había especificado cuándo sería ese encuentro, por lo que vivían en la diatriba entre seguir esperando llenos de confianza a que se produjera el ansiado encuentro o ir, lentamente, perdiendo el ánimo y la ilusión. Claro que sí, confiaban en el Maestro, nunca les había fallado; pero pasaba el tiempo…y la distancia del amigo producía cada vez más tristeza y zozobra. Por esa razón, muchos se encontraban perdidos, tristes e incluso, en algunos momentos, decepcionados con ellos mismos: ¡eran incapaces de comprender nada!
Y para colmo, por miedo a que los judíos tomaran represalias contra ellos por seguir predicando el nombre de Jesús por las calles ¡optaron entonces por apartarse y vivir ocultos! Desde luego, nunca pensaron que el “desenlace” de tantos años con Jesús fuera tan triste, tan apagado, tan oculto.
Hoy vivimos algo más o menos parecido. Parece que nos hemos metido en un túnel oscuro y largo en el que vemos poca luz. Por el bien de todos y en obediencia a nuestras autoridades, nos vemos en casa día tras día, confinados. Cada uno con sus angustias y con sus penas. Muchos llorando a seres queridos a los que no han podido despedir, otros mirando con angustia la enfermedad. Muchos, muchísimos, con la angustiosa incertidumbre por el futuro de sus trabajos. Y todos con la sensación de que incluso vivir la fe es más complicado que nunca. De repente nos hemos visto privados de poder ir a la iglesia a celebrar la Misa, a rezar al Sagrario, a visitar a nuestros Titulares. De un día para otro, nos hemos encontrado sin poder acercarnos a recibir el Pan del Cielo que nos da fuerzas en las dificultades, o a recibir el perdón que Dios brinda en el Sacramento de la Confesión. Esperamos en la confianza de que el Señor actuará y hará que pronto pase este mal sueño, pero también a veces nos cansamos de esperar.
Y es entonces cuando tenemos que volver nuestra mirada a María. Dice la canción ¡«que una madre nunca se cansa de esperar»! Pues esa es María: ¡La que nos anima a confiar!
En esa espera de Pentecostés, cuando las fuerzas de los discípulos parecían flaquear, allí estaba María… convocando cada día a la oración confiada a Dios, ¡porque las promesas de Dios siempre se cumplen! Allí estaba María, congregando como una buena Madre a sus hijos dispersos. Podemos incluso pensar que los animaba, que les sacaba una sonrisa cuando la preocupación acuciaba. Todos admirándose de las fuerzas que la sostenían, pues a pesar del dolor y la pena que había tenido que soportar pocos días antes, María se mostraba firme y segura de esta esperanza prometida.
Muchos siglos después, nos encontramos viviendo un momento de gran incertidumbre. Al miedo a la enfermedad se le suma la preocupación por el trabajo, la distancia con las familias y los amigos, y la tristeza de no poder frecuentar a Jesús Eucaristía con la naturalidad e incluso con la frecuencia de antes. Ahora nos parece lejano, nos vemos dispersos.
María nos vuelve a convocar en estos momentos de dispersión física, en estos momentos en los que nos vemos obligados a vivir la fe en casa
Pues María nos convoca. María nos vuelve a convocar en estos momentos de dispersión física, en estos momentos en los que nos vemos obligados a vivir la fe en casa, por obediencia a nuestras autoridades y por el bien de toda la sociedad en la que vivimos. Y María nos vuelve a unir, como ha reunido a todos los cristianos de todos los tiempos…con su amor de Madre que quiere que sus hijos se reúnan para esperar y confiar unidos. María siempre llega hasta el alma: es Madre, sabe cómo alcanzar nuestro corazón para que sintamos su abrazo. Y nosotros la necesitamos. Lo hizo con los discípulos en aquella hora de Pentecostés, y lo ha hecho, a lo largo de los siglos, con muchos cristianos que en momentos de dificultad, tenían pensado abandonar su misión o sus proyectos. Lo hizo antes, lo hace ahora y lo hará siempre.
Gonzalo Fernández Copete, Pbro.
En este mes de mayo volvamos a María. Ella nos sostiene y anima. Ella nos convoca como hijos de la Iglesia. Dirijámonos a ella ofreciéndole nuestras vidas…
¡Oh Señora mía, oh Madre mía!
Yo me ofrezco enteramente a vos; y en prueba de mi filial afecto,
os consagro en este día mis ojos,
mis oídos, mis labios y mi corazón;
en una palabra, todo mi ser.
Yo que soy todo tuyo, ¡oh Madre de bondad!
guárdame y defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén.
Santísima Virgen de las Penas, ruega por nosotros.
Gonzalo Fernández Copete, Pbro.
Párroco de Sta. Mª de la Asunción (Guadalcanal) y de Sta. Mª de las Nieves (Alanís)