“Honrar a la Virgen y decir: «Esta es mi Madre », porque ella es la Madre”, así nos lo dice, con absoluta claridad y rotundidad el Papa Francisco.
Es imposible no abrir el corazón al contemplar el dulcísimo rostro de Ntra. Sra. de las Penas. Las siete lágrimas que enmarcan su tristeza nos introduce de lleno en el profundo mar de su dolor al tiempo que nos eleva al consuelo de la paz que sólo puede conceder la Misericordia.
Ver sus ojos. Aprehender su mirada. Intentar oír el silencioso susurro de sus labios que se abren en oraciones calladas… Mirarla, contemplarla, rezarla… y llamarla “Madre”.
No hay más. No hace falta más.
Porque ante una madre todas las palabras sobran y todas las palabras parecen pocas. Sobran las explicaciones, las disculpas, las justificaciones. Pero se hacen insuficientes los “te quiero”, las gracias y las búsquedas de consejo.
Es la dinámica del amor de las que han entregado su vida por el fruto de sus entrañas: dar en todo y por todo, sin necesidad de esperar ni pedir nada. Y el hijo, tocado por el fruto de esa gracia, deja que su corazón se desborde y desea responder aun sabiendo de su impotencia para procurar tanta vida como recibió y recibe.
Es imposible no abrir el corazón al contemplar el dulcísimo rostro de Ntra. Sra. de las Penas
Es por eso que Nuestra Señora de las Penas lleva el bendito nombre de “Madre” como mayor y mejor título, como el reconocimiento más importante que se otorgará jamás. Se lo concedió su propio Hijo, el mismo Dios. Él, que deseó “depender” de ella, le ofrece la corona eterna del amar para siempre a cada hombre y a cada mujer, a cada niño y a cada anciano, a los enfermos, a los jóvenes, a los felices, a los desdichados… “Ahí tienes a tu hijo”, y le dio el poder de llevar en su Inmaculado Corazón, con el amor que sólo ella puede derrochar, a cada uno de los necesitados de Dios.
Así que, querido hermano, no te extrañes de que tu alma vibre al descubrirse ante la figura de María, cuando simplemente al recordar su belleza dolorosa ya sientas en tu ser la paz. Porque “ahí tienes a tu Madre”. Con Juan, toda la Iglesia recibe los frutos del amor de Dios a la niña de Nazaret: perfeccionarla con el resplandor de la ternura de María para con su Hijo, Jesús, y para con sus hijos, que también somos nosotros.
Es Madre de las Penas, porque su sufrimiento (del que tanto entiende el mundo en estos momentos) es por nuestro propio sufrir.
Es Madre de Esperanza, porque su fe nos empuja a seguir abrazados a la cruz y aferrarnos al cuerpo yacente del Señor cuando la muerte puede parecer haber ganado la batalla.
Es Madre de Consuelo, porque su mera presencia calma los aires violentos que pueden azotar todo lo que somos, tenemos o deseamos ser.
Es Madre de Intercesión, porque con su oración vela para que nuestra historia esté completa con la alegría del signo del vino que Cristo nos da.
Es Madre de Auxilio, porque discreta permanece siempre a nuestro lado, en el último lugar, aguardando el momento preciso para que, al volver nuestra mirada suplicante, negándose a sí misma, como Estrella de la Mañana nos guía de nuevo hasta el Señor.
José Francisco Durán Falcón, Pbro.
Es Madre Bienaventurada, porque escuchó y cumplió la Palabra ; Bienaventurada porque recibió a Cristo por la fe, más incluso que por el hecho de concebir Su carne en su seno.
Es Madre de mi Señor, porque “la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios ”.
Es Madre de la Iglesia, porque no hay nadie que no quepa en su oración.
Es mi Madre. María es Madre. Es “la Madre”.
Y así la necesito y así la invoco cada día, como Madre mía. Y quiero, si ella me lo permite, que verdaderamente la única mujer de mi vida.
José Francisco Durán Falcón, Pbro. Hijo de María.
Delegado Diócesano de Pastoral Juvenil de Sevilla