Todo seguía el curso esperado, el ambiente de fiesta llenaba aquel lugar, unos bailaban, otros reían, todos comiendo y bebiendo, saludándose con la alegría propia y necesaria de una celebración. Los invitados lucían sus mejores galas, entre mesas bien dispuestas donde no faltaban detalles. Nadie podría haber imaginado lo que allí iba a ocurrir, sólo Ella, María, la Madre de Jesús, se da cuenta de que el vino empieza a escasear y lejos de eludir el problema mostrará a su Hijo su preocupación, su pena.
Así, tantas veces, ocurre en nuestra vida, cuando estamos en lo que creemos estar, absortos en nuestros trabajos, prisas, estudios, fiestas, comidas, bebidas, saludos, negocios, deportes, inversiones, descansos, vacaciones, siempre intentando lucir las “mejores galas”…,.
Un día, cuando menos se espera, falta el vino, se acaba la salud, la posibilidad de movimiento, la presencia en las aulas o trabajos, se cierran establecimientos de ocio, casi se paraliza todo. Nos damos cuenta de que no estamos solos, que en aquella “sala del festín” había otros que no podían bailar ni comer ni beber, invitados pero sin traje de fiesta, nos topamos con una realidad que nos abruma: hay mucho más allá de nosotros.
Y allí, en Caná de Galilea, estaba María, invitada a la boda, como tantos pero de una manera distinta. Ella está atenta a lo que ocurre, especialmente pendiente de las debilidades y flaquezas, sensible a las carencias de los hombres, apenada ante la necesidad. Inmediatamente, María muestra su Pena a su Hijo: “no les queda vino”. La Madre confía y sabe cuánto atesora el corazón de Jesús, por eso sin mediar palabra se va a los sirvientes para indicarles: “haced lo que Él diga”.
Ella está atenta a lo que ocurre, especialmente pendiente de las debilidades y flaquezas, sensible a las carencias de los hombres, apenada ante la necesidad
De este modo aquello que parecía un “desaire” en la respuesta del Hijo: “mujer ¿qué tengo yo que ver contigo?” pasa a ser una prueba de fe, pues nadie conoce lo que piensa y siente un hijo mejor que una madre. La pena que siente por aquellos novios en apuros no la deja sumergida en un sentimiento de aflicción, sino que la pone en marcha. En los Evangelios, María aparece como mujer de pocas palabras, sin discursos ni protagonismos pero con una mirada atenta que sabe custodiar la vida y la misión de su Hijo y, por tanto, de todo lo amado por Él. Y sin lugar a dudas, nada más amado por el Hijo que el hombre.
Y se obraron dos grandes milagros: el fácil, convertir el agua en vino, eso lo podía hacer Jesús sin esfuerzo alguno. Y un milagro difícil, que los sirvientes, hicieran un gran esfuerzo: que llenaran las tinajas, (seiscientos litros de agua), y las llenaran hasta arriba, sin cansarse, sin desanimarse ni amotinarse, sin darse por satisfechos al verlas casi llenas, pues el evangelista especifica que “las llenaron hasta arriba”.
He aquí que el primer signo de Jesús vendrá dado por la mediación de María. ¿A quién mejor acudiremos cuando veamos escasear “nuestro vino”? Más aún, ¿no viviremos con tranquilidad sabiendo que nuestra buena Madre está atenta por si falta?
Nuestra Bendita Madre aquel día consiguió que Dios derramara la abundancia de su gracia. La pena y el bochorno que hubieran pasado aquellos novios fue pena de María. Nuestra Madre logró que Jesús adelantara su hora con este signo, que se brindara con buen vino por aquellos esposos, y que los sirvientes escucharan y siguieran las indicaciones de Jesús.
La Bienaventurada Virgen María comparte las penas de los hombres pero esas penas movilizan su corazón para impetrar del Hijo favores para todos. Y ahí tenemos que estar como Iglesia, para sentir las penas ajenas, en nuestro corazón, y disponernos a escuchar a la Madre para seguir las indicaciones del Señor. Tendremos que hacer como aquellos buenos sirvientes, poner todo nuestro empeño y tesón, inteligencia y capacidad, nuestras habilidades y fuerzas para llenar “las tinajas” que el Señor nos indique, y “llenarlas hasta arriba”.
Conscientes de que en “el salón de bodas” no estamos solos, si nos ponemos “manos a la obra” bajo la guía de la Santísima Virgen María, siguiendo las indicaciones de Jesucristo, conseguiremos que todos puedan gustar y beber el vino bueno y nuevo del amor que embriaga el alma y llena de color, de buen olor y buen sabor la vida.

Manuel Sánchez de Heredia, Pbro.
El mayordomo, al probar el agua convertida en vino expresó su asombro y su sorpresa, porque entendió que el novio había guardado el vino bueno para el final. El vino bueno siempre está por llegar, dice el Papa Francisco. Y la vida nueva también, con la hora de Cristo.
La respuesta de Jesús, “no ha llegado mi hora”, la guardaría y meditaría la Virgen Madre en su corazón. Ya llegará esa hora del Hijo, en la que su corazón de Madre se colmará de pena y dolor, como profetizó el anciano Simeón; pero Ella tendría siempre la certeza de que “el vino mejor siempre llega”.
Nuestra Bendita Madre nos enseña a confiar en Dios en todos los momentos, también cuando “no nos queda vino” (alegría, convivencia, salud, trabajo…). María, mujer de la confianza en Dios, sabe que el Hijo siempre la escucha y si los hombres seguimos sus indicaciones, sus Penas siempre se tornan en Alegrías.
Manuel Sánchez de Heredia, Pbro.
Párroco de la Magdalena de Dos Hermanas y delegado diocesano
de pastoral de la salud de la Archidiócesis de SEVILLA