Tenemos una Virgen muy guapa a pesar de Su Pena. Sí, no me da rubor decirlo ni me parece una falta de respeto decirlo con ese adjetivo tan del pueblo.
Es verdad y así lo expresa nuestra gente incluso cuando la ves enlutada al final del Misterio en desconsuelo de Penas o cuando baja al Besamanos. María era y es preciosa. Sí, por dentro, pero también por fuera (recalco esto último).
Tenía que serlo. Lo demuestro con un simple silogismo.
A Dios corresponden todas las perfecciones en grado sumo. Tener buen gusto estético es una perfección. Por lo tanto, Dios es el que tiene buen gusto en grado sumo.
Y siendo así ¿cómo no iba a poner en juego esa cualidad a la hora de escoger nada menos que a su misma Madre?
San Bernardo tiene al respecto una expresión muy acertada: “El Creador del hombre, al hacerse hombre, naciendo en la raza humana, debió elegir, o mejor dicho, formar para sí entre todas, una madre tal que fuese digna de Él y de su pleno agrado”.
Casi siempre, al reflexionar sobre la hermosura de María, nos quedamos en la consideración de sus virtudes humanas o espirituales. Y no está mal, desde luego. Pero muy pocas veces ponderamos su belleza física. Si es verdad que Dios, cuando pensó y creó a María, lo hizo adornándola de las más excelsas virtudes en lo humano y en lo espiritual, también lo es que no pudo olvidarse de poner en Ella las más apropiadas cualidades corporales.
María era y es guapa, muy guapa. Y no tiene que darnos pena ni corte decirlo y decírselo a Ella también con frecuencia (aunque le saquemos los colores allá en el cielo…).
María, la toda hermosa, la enteramente hermosa. Nada feo había en Ella
María, la toda hermosa, la enteramente hermosa. Nada feo había en Ella. Nada. Ni en su alma ni en su cuerpo. Por lo menos a los ojos de Dios. El mismo arcángel Gabriel lo dijo claramente en su anuncio: “has hallado gracia delante de Dios”; es decir, le has encantado a Dios, le has cautivado con la belleza que Él puso en ti.
Una mujer humilde, pobre, silenciosa, pura, alegre, creyente, trabajadora, hecha al dolor y rebosante de amor.
Pequeñas pinceladas pero que ya de por sí dejan entrever, como en bosquejo, una espléndida obra de arte. ¡Qué magnífica mujer! “María inigualable, hermosa si mancha, porque es toda hermosa”, decía San Ambrosio.
La hermosura de María no puede agotarse en un libro, ni en un cuadro, ni en una escultura por geniales que sean sus autores.

Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp, Pbro.
Es un dechado de belleza que excede la pluma más cultivada, el pincel más delicado o el más diestro cincel.
Sólo Dios pudo llenar un alma de gracia con la plenitud con la que llenó a María. Sólo Él pudo preservarla inmaculada desde su concepción. Y lo hizo sólo con Ella.
Podemos presumir, y con toda razón, de la Madre que tenemos en el cielo y su efigie aquí en Sus Penas. No es para menos. Hemos de sentirnos orgullos de ser hijos de una madre tal. No deberíamos cansarnos de contemplarla y admirarla; su belleza es inagotable.
No deberíamos cesar de cantar sus glorias y cubrirla de piropos. Hemos de proclamarla siempre dichosa, alegrándonos con Ella por las maravillas que Dios obró en su favor.
Con una Madre así, no es poca nuestra responsabilidad de ser sus buenos hijos. Es todo un reto el parecernos a Ella imitando las virtudes que ornamentaron su vida. Sería estupendo que se pudiera decir de cada uno de nosotros: este ha salido a su madre… Porque es humilde, sencillo, pobre, sacrificado, discreto, puro, alegre, creyente y rebosante de amor hecho obras como lo fue Ella.
Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp, Pbro.
Párroco de Santa María de las Flores, Sevilla