Sé que vuestra titular lleva la advocación de Nuestra Señora de las Penas. Pero también soy consciente de que estamos en Pascua, en Pascua florida, en el mes en el que todo renace a la vida y la creación muestra sus mejores galas. Solo hace falta estar atento, salir de nuestras preocupaciones cotidianas para toparnos con tanta belleza como, de forma gratuita, se nos muestra a cada paso: las buganvillas están pletóricas, enredándose para darnos lo mejor de sus coloridos diversos; las jacarandas, envolviendo con su velo azulado los paseos dotándoles de una singular belleza. Y los trinos de los pájaros, jolgoriosos y risueños.
Sí, todo nos invita a la alegría, a pesar de tanto sufrimiento de mano de la tan dichosa pandemia y de las consecuencias sociales que de ella se derivan.
Pero, repito, hay que sentirse alegres, a pesar de los pesares. ¿Cómo os imagináis, por ejemplo, una escena como la de la Visitación si no es en clave de alegría?
Es una escena creada para que rezume alegría. La alegría desde la fe. Y entre mujeres (¿dónde está José? ¿Dónde Zacarías?). Es la alegría de la vida vivida desde la fe: el encuentro se traduce en alegría; el saludo entre ambas, en alegría. Y hasta los niños saltan de alegría como prolongación de la de sus portadoras. Y la respuesta no es otra que desde la alegría.
Es un relato en el que podemos aprender mucho de la María evangélica, en la que brilla con unos rasgos más genuinos que otros muchos que le han sido añadidos a través de los siglos.
María, la madre del Señor. Este es el verdadero título por el que los seguidores del Señor nombraban a María.
María, la creyente. Isabel la llama feliz no solo por su maternidad biológica, sino por haber acogido con fe la llamada del Señor.
María, la evangelizadora: allá donde va, lleva, es portadora de la Palabra, del Evangelio.
María, portadora de alegría. Porque no debería haber evangelización sin alegría.
¿Quién identifica, quién relaciona hoy la fe con la alegría, el creer con el pasarlo bien? Más bien, ocurre lo contrario, y la mayoría de la sociedad ve la religión como algo exento de alegría o, incluso, como la negadora de la propia felicidad.
¿Quién identifica, quién relaciona hoy la fe con la alegría, el creer con el pasarlo bien? Más bien, ocurre lo contrario, y la mayoría de la sociedad ve la religión como algo exento de alegría o, incluso, como la negadora de la propia felicidad. De hecho, hay que reconocer que durante mucho tiempo, no se ha hablado de felicidad en las iglesias y que se ha presentado a Dios y a todo lo relacionado con Él como el aguafiestas de la vida.
Y si no hay alegría, no hay gozo de creer el mensaje. Porque creer es otra cosa. Quizás tengamos que aprender a creer de otra manera. Ya lo advirtió el gran converso John Henry Newman que una fe pasiva, heredada y no repensada acabaría entre las personas cultas en “indiferencia” y entre las sencillas en “superstición”. Por eso, convendría recordar algunos aspectos de la fe:
Es siempre una experiencia personal: no basta creer en lo que otros predican de Dios. Cada uno solo cree, en definitiva, lo que uno cree en el fondo de su corazón ante Dios, no lo que oye decir a otros. Por eso: ¿yo creo en Dios o en aquellos que me hablan de él?
En la fe no todo es igual: hay que saber diferenciar lo que es esencial de lo accesorio. La fe está más allá de la religión y de sus normas. Lo que la caracteriza no es la observancia, sino el vivir confiado en un Dios cercano por el que se siente amado sin condiciones. Desde aquí: ¿confío en Dios o me quedo en lo secundario?
En la fe, lo importante no es afirmar que uno cree en Dios, sino saber en qué Dios cree. Dime en qué Dios cree y te diré cómo eres. ¿En qué Dios creo: en uno que responde a mis intereses o en el revelado por Jesús?
Fray javier Rodríguez Sánchez, O.P.
Si miramos a María en este relato, vemos que uno de los rasgos más característicos del amor cristiano es el de acudir junto a quien pueda estar necesitando nuestra presencia. María, tras acoger con fe su misión, se pone en camino, llena de gracia, portadora de la palabra que es alegría.
¿Qué sociedad (¡que llaman del bienestar!) hemos creado en la que falta la alegría y sobran las depresiones, precisamente entre las clases más favorecidas económicamente? Por no hablar de los suicidios por falta de sentido en una vida que se nos ha hecho triste y aburrida.
Por eso estamos llamados a encarnarnos en lo más humano, en lo más sencillo. No se trata de hacer cosas grandes. Quizás simplemente ofrecer nuestra sonrisa al vecino con quien me cruzo en la escalera o en el ascensor, nuestra compañía al que está solo, la paciencia con el anciano, o la comprensión sin juicios por lo que están en la cárcel o en circunstancias terribles.
Fray javier Rodríguez Sánchez, O.P.
Párroco de san Jacinto