Le pasa a la Virgen de las Penas de la querida hermandad de Santa Marta lo mismo que a tantas mujeres buenas de todos los tiempos, esas que prefieren pasar voluntariamente a un segundo plano cediendo generosamente el protagonismo a otros, aunque nada pueda ser nunca lo mismo sin ellas.
Cuentan los eruditos que en los funerales del tiempo de Jesús las mujeres siempre encabezaban la comitiva, ofreciendo su cara más recia y responsable ante quienes acudían respetuosos a dar el pésame a los familiares, en una clara demostración de quien llevaba verdaderamente el peso de la familia. Y así debió serlo también en aquel que recuerda con tanta devoción vuestra cofradía, en el que unos hombres buenos llevados por la fe y por el amor organizaron sobre la marcha una vez consumada la muerte tremenda en la cruz sobre el monte Calvario.
Sin embargo, si algo caracterizó la postura de la Virgen madre en todo el proceso de Jesús fue sobre todo la discreción. Podemos imaginar su miedo cuando cualquiera (una vecina, una prima, una amiga…) corriese a su casa para informarle del apresamiento de hijo en el Monte de los Olivos, al otro lado del Cedrón; su angustia cuando, tras salir a toda prisa con lo puesto a la calle en la noche grande de la Pascua, pusiera el oído ante los primeros cuchicheos y comentarios del pueblo llano junto a los palacios de los sanedritas; su estupor viéndolo de lejos, perdida en medio de la muchedumbre, ser azotado por los soldados de Poncio Pilato, o insultado y zarandeado por la plebe en la vía dolorosa, sin poder hacer nada para remediarlo; o su infinita tristeza cuando, ya todo terminado, acompañaba en silencio a la breve comitiva para enterrarlo con la aromática solemnidad del rito judío.
Toda esa dignidad herida, esa humildad de mujer fuerte de Nazaret, está representada mejor que en ningún sitio en el paso grande de Santa Marta. Altos los judíos buenos que rodean con infinito cariño la dulce imagen como dormida del Señor de la Caridad, y dolientes las miradas de las santas mujeres que completan la escena, el misterio no se termina de comprender sin la presencia al final de la Virgen junto a San Juan, con esa mirada entre perdida y esperanzada (en Sevilla, la tristeza natural de la madre siempre guarda un rincón para la sonrisa) que tan bien supo captar el imaginero con su gubia.
Toda esa dignidad herida, esa humildad de mujer fuerte de Nazaret, está representada mejor que en ningún sitio en el paso grande de Santa Marta
Ahora, cuando los tambores de guerra resuenan en las fronteras de la vieja Europa y pareciere como si nuestro cómodo mundo de ayer se viene definitivamente abajo entre las ambiciones de unos y el pensamiento líquido imperante de los otros, es buen momento para buscar la mirada limpia y serena de la Virgen de las Penas y pedirle que nos ayude a ser justos, humildes y responsables en los afanes que cada día nos tocan a cada uno. Como Ella lo fue en su día sin pedir nunca explicaciones ni cuentas, como así la vemos sobre su paso en la tarde del más clásico Lunes Santo, o cualquier día cuando nos recibe con la misma elegancia de siempre en su capilla de la Parroquia de San Andrés.