Siempre me ha admirado la presencia poderosa pero discreta de María Stma. de las Penas en el portentoso misterio del traslado del Stmo. Cristo de la Caridad al sepulcro. Cuando las miradas y plegarias se fijan en el Hijo de Dios, cuya mano se acerca a una rosa naciente entre los lirios, esas mismas miradas se mueven al mismo compás presuroso del caminar de los costaleros, y muy pocos parecen percatarse del dolor sereno y orante de la Madre, allá sobre el costero derecho de la última trabajadera. Presencia discreta, pero poderosa. Detrás de todos los que llevan y acompañan a Jesús. Presencia que es valentía: ni huida ni renuncia. Así vemos a la Virgen con sus Penas, su alma traspasada, tal vez con sus preguntas y temores, pero siempre hacia adelante (siempre va andando de frente y el compás abierto el misterio de Santa Marta) la que en Nazaret, por medio del ángel, fue llamada por el Señor a ser madre del Mesías, del Crucificado, del Resucitado.
¿Qué hay en Ella que la sostiene y le da esa firmeza que a nosotros tantas veces nos falta?
Uno no acaba de comprender cómo el alma de María no estallase ante la tensión de las realidades vividas en los últimos días de la vida de Jesús y ante el gozo inmenso de la Pascua. Y es que María tuvo que asumir situaciones del más variado signo: su presencia al pie de la cruz y en el traslado al sepulcro con toda la amargura de su corazón; tres días después, el estallido de alegría en la Resurrección; la desaparición visible de Jesús con su ascensión, vida totalmente nueva para Ella con la ausencia de Jesús; la espera anhelante del cumplimiento de la promesa del Señor de que enviaría el Espíritu Santo; el ser inundada con los dones del Espíritu el día de Pentecostés… Viviendo estos acontecimientos de manera agitada y desconcertante unas veces, gozosas otras, esperanza y confiada en el Señor siempre. Estas situaciones tan cambiantes, unidas a la intensidad y finura de su amor de madre, hubieran tenido la suficiente fuerza para destrozar las creencias de cualquiera. ¿Qué hay en María que la capacita para soportar todo esto? ¿Qué hay en Ella que la sostiene y le da esa firmeza que a nosotros tantas veces nos falta?
La respuesta está en el rostro dulce y paciente de María Santísima de las Penas. Miradla ahí, sí, discreta, última trabajadera. Mirad su rostro orante. Este es el misterio, ahí está la clave: la oración de la Virgen. Su plegaria permanente e insistente. Su palabra que se dirige siempre al Dios que la llamó en Nazaret, que tomó sus entrañas como templo y morada, y fue crucificado en el Calvario. Una oración que no se interrumpe, que se eleva en ocasiones con dolor desgarrado, que se convierte en interrogantes lanzados al cielo, pero que también experimenta la caricia del Altísimo. No hay otra explicación: la oración discreta, serena, pero siempre presente de María, que une sus sentimientos con los de su Hijo.
Marcelino Manzano Vilches, Pbro.
En la oscura situación que el mundo entero vivimos en este momento, quizás cada uno de nosotros encontraremos muchos paralelismos con lo vivido por María en sus Penas. ¿Dónde encontraremos sostén y fortaleza? En nuestra oración: no dejar de pedir, de insistir al Señor. Unidos en la oración como hermandad. Y aunque a veces la oración se torne en protesta o en llanto. “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá” (Mt 7, 7).
Yo creo que María, camino del sepulcro, allá en el costero derecho de la última trabajadera, va diciendo en silencio una oración que aprendió en la sinagoga, y que la Iglesia de la que Ella es Madre ha hecho suya llamándola Salmo 120. Os invito hoy a rezarla junto con María, Madre que se duele del sufrimiento de sus hijos, y con toda la hermandad. Que Dios os bendiga.
Levanto mis ojos a los montes:
¿de dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra…
Marcelino Manzano Vilches, Pbro.
Delegado Diocesano de hermandades y cofradías y Director Espiritual del Seminario Metropolitano de Sevilla