María, Madre del Amor misericordioso, es la Madre de Cristo, la Madre de Dios. Dios quiso, sin duda, escoger una Madre de una virtud que a Él lo define. Por eso María debió vivir las virtudes del amor y la caridad en el más alto grado. A comparación de María, nosotras las madres hemos sido escogidas por Él para nuestros hijos.
Como sólo Ella fue capaz de amar a Dios, su Hijo, como Él merecía, somos nosotros las madres, capaces de amar a nuestros hijos con un amor desmesurado, sin fin.
Fue ese amor suyo un amor concreto y real. El amor no se funda sobre palabras bonitas, sino sobre hechos y obras. La caridad no la constituye los buenos deseos, sino la entrega desinteresada a los demás. Y eso es
precisamente lo que encuentro en la vida de la Santísima Virgen: un amor auténtico volcado en mis hijos y esposo.
El amor de la Virgen en la casa de Nazaret. Ese gran amor de esposa, de madre. Con qué sonrisa y ternura la Santísima Virgen cada nuevo día daría a José y al niño su acogedor “buenos días”; y de igual modo lo cerraría con un “buenas noches” cargado de solicitud y cariño. Cuántas agradables sorpresas y regalos aguardaban al Niño Dios detrás de cada “feliz cumpleaños,” seguido del beso y abrazo de su Madre.
Cómo sabría Ella preparar los guisos que más le agradaban a José; y aquellos otros que le encantaban al niño Jesús. Qué bien se le daba a Ella eso de tener siempre limpia y arreglada la ropa de los dos hombres de la casa. Con cuánta atención y paciencia escucharía las peripecias infantiles que le contaba Jesús tras sus incansables aventuras con sus amigos; y también los éxitos e infortunios de la jornada carpintera de José.
Cuántas veces se habrá apresurado María en terminar las labores de la casa para llevarle un refrigerio a su esposo y echarle una mano en el trabajo. Qué madre y esposa no hace cada día lo mismo con todo el amor que puede desear.
Era el amor lo que transformaba en sublimes cada uno de esos actos. En María ninguna caricia era superficial o mecánica, ningún abrazo cansado o distraído.
Era el amor lo que transformaba en sublimes cada uno de esos actos. En María ninguna caricia era superficial o mecánica, ningún abrazo cansado o distraído
¡Qué mujer tan encantadora la Virgen! ¡Qué madre tan cariñosa y solícita! ¡Qué ama de casa tan atenta y maravillosa!
¡Cuánto tengo para imitar a nuestra Madre! ¡Cuánto cuesta estar atenta a las necesidades de lo demás y echarles una mano para solucionarlas! No siempre se está dispuesta a escuchar con paciencia a todo el que quiere decir algo. Cuánto cuesta alguna vez ayudar al prójimo con la intención de hacerle su carga más llevadera. Cuánto cuesta irradiar amor en vez de egoísmo o frialdad. ¡Qué diferente a veces de nuestra Madre del cielo!
María, la Virgen del amor, puede llenar de ese amor verdadero nuestro corazón para que sea más semejante al suyo y al de su Hijo Jesucristo. Así se lo pido a Ella cada día.
N.ªH.ªD.ª Mercedes Vacas Fernández
Secretaria primera