Cuando miramos al misterio sabemos que ese no es el final: el Señor resucitó, Cristo vive, la muerte ha sido vencida. Pero si lo contemplamos al modo ignaciano: metiéndonos en la escena “como si presente me hallase”, la cosa cambia. Es la hora de las tinieblas, de la oscuridad, del fracaso, de la soledad, es el momento de la muerte.
El cuerpo ya sin vida de Cristo es trasladado por los suyos al sepulcro, clamoroso silencio, en que los protagonistas parecen mirarnos, interrogarse, interrogarnos: ¿Por qué? ¿Por qué si pasó haciendo el bien, enseñando, perdonando, curando a muchos, liberando, anunciando el Reino de Dios ya presente? ¿Qué ha pasado para que aquel que fue aclamado por multitudes y recibido triunfante en Jerusalén ahora esté muerto? ¿Qué podemos esperar ahora? Rotos de dolor, se apresuran dar sepultura al amigo, al hijo.
Cerrando la escena, Nuestra Señora de las Penas junto al discípulo amado se nos muestra erguida, fuerte, serena, como sosteniendo a todos, con la mirada puesta en su hijo, pero con una mirada distinta, llena de confianza, en lo más hondo de su corazón sigue fiándose de Dios, como aquel día en que joven dio su sí y pronunció ese “hágase según tu palabra” que cambió para siempre la historia de la humanidad.
Ese “si” fue una respuesta continua en su vida: Si, cuando sus planes de boda distaron de ser lo que soñaba. Si, cuando encinta tubo que coger camino de Belén y dar a luz en un humilde pesebre. Si, cuando tuvo que huir a Egipto. Si, viendo crecer a ese niño y en él al Dios al que rezaba. Si, cuando comenzó la vida pública de Jesús, intuyendo quizá que era un principio sin fin. Si, acompañando a su hijo en la pasión y al pie de la cruz. Si, en esta hora en que acompaña a su hijo muerto al sepulcro. Y si, sin saber cómo, pero poniendo toda su confianza en Dios.
La Virgen de las Penas es nuestra esperanza en esa amarga hora, y lo es en lo cotidiano, cuando nos acercamos a rezar a la capilla y buscamos su mirada, especialmente en los momentos de dudas, de desánimo, de dificultad, de sufrimiento, en ella encontramos la serenidad y la fortaleza para seguir adelante, la madre y maestra que nos guía.
La Virgen de las Penas es nuestra esperanza en esa amarga hora, y lo es en lo cotidiano, cuando nos acercamos a rezar a la capilla y buscamos su mirada
¡Dichosa tú que has creído, porque lo que el Señor te ha dicho se cumplirá! (Lc 1,45). ¡Bendita pena que trajo la salvación al mundo!
Dichosos nosotros, hijos tuyos por la gracia de Dios, que caminamos de tu mano y bajo la protección de tu manto.
Santísima Virgen de las Penas, madre nuestra, enseñarnos a confiar.
Santísima Virgen de las Penas, esperanza nuestra, enseñarnos a esperar.
Santísima Virgen de las Penas, auxiliadora nuestra, enséñanos a ser signos y portadores del Amor de Dios.
N.ª H.ª D.ª M.ª del Carmen Alcarrande Echevarría
Diputada de juventud