Aprender a amar de la mano de la Virgen

Francisco Javier Sevillano, Pbro.
19 de mayo de 2021

En María Dios se ha lucido. María irradia la bondad divina y la belleza de una vida entregada al Señor. Mirándola vemos la fuerza del amor, el amor de Dios en una criatura que ha sabido ser totalmente imagen de Dios, Hija, Madre, Esposa; que ha sabido introducirse como nadie en la corriente amorosa de la Santísima Trinidad. En Ella vemos la fuerza del amor, el amor siempre vence, el amor que es Vida, vence. El desamor, el pecado, es muerte. Ella inmaculada, limpia, sin pecado, el sí permanente y continuo a Dios. Amor que es fuerza para rechazar las tentaciones. Amor que es fuerza, sí, pero es también bondad. Eso es fidelidad. Amor que crece siempre.

Cómo hace María sentir la cercanía de Dios, nos trae a Jesús. No nos imaginamos a la Virgen sin Jesús, ni a Jesús sin su Madre. Jesús que es caridad, Jesús que es Amor, Amor que da la vida, su vida, en rescate por todos; y que da vida, la vida de un hijo de Dios a quien quiera acogerle en su corazón. Con María palpamos que Dios es, sí, divino, pero muy humano. El Cielo no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida. Y tenemos una madre, la madre de Dios, la madre del Hijo de Dios. “He ahí a tu madre”. Nuestra Madre en el Cielo, «el cielo tiene un corazón» (Benedicto XVI Homilía un día de la Asunción).

Conocemos el Magnificat. En el Magnificat podemos leer, más que leer, podemos ver lo que hay en el corazón de la Virgen. El magnificat es como una ventana abierta, diáfana, al corazón de María, lleno del Espíritu Santo. Que bonito cuando el Espíritu Santo habla “humanamente”, que bonito cuando es el Amor el que lleva la voz cantante en un corazón. Y en el Magnificat está toda el alma, toda la personalidad de María. Podemos decir que este canto es un retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual es. La hermosura de su alma, la hondura de su amor, la ternura de su corazón.

Comienza con la palabra Magnificat: mi alma "engrandece" al Señor, María proclama que el Señor es grande, quiere que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de esa grandeza, de que con su grandeza Dios pueda quitarle algo de su libertad, de su espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también Ella es grande. Cuanto más grande es Dios en la vida de alguien más esplendor adquiere esa vida. No hay contraposición entre dar gloria a Dios y felicidad personal sino todo lo contrario. Dios no oprime la vida, sino que la eleva y la hace grande.

El hecho de que nuestros primeros padres pensaran lo contrario fue el núcleo del pecado original. Temían que, si Dios era demasiado grande, quitara algo a sus vidas. Pensaban que debían apartar a Dios a fin de tener espacio para ellos mismos. Esta ha sido también la gran tentación de la época moderna, de los últimos tres o cuatro siglos. Cada vez más se ha pensado y dicho: “Este Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de nuestra vida con todos sus mandamientos. Por tanto, Dios debe desaparecer; queremos ser autónomos, independientes. Sin este Dios nosotros seremos dioses, y haremos lo que nos plazca (cfr. Benedicto XVI Homilía un día de la Asunción).

Este era también el pensamiento del hijo pródigo, el cual no entendió que, precisamente por el hecho de estar en la casa del padre, era "libre". Se marchó a un país lejano, donde malgastó su vida. Al final comprendió que, en vez de ser libre, se había hecho esclavo, precisamente por haberse alejado de su padre; comprendió que sólo volviendo a la casa de su padre podría ser libre de verdad, con toda la belleza de la vida.

Nuestra Señora de las Penas sabe bien por qué llora. Siete lágrimas de dolor, que no de desconsuelo, porque nadie como Ella confía en Dios

Vamos a decir al Señor, con María, que no queremos ser independientes, autónomos, que no queremos alejarnos lo más mínimo de Él, como si Él coartara nuestra libertad prohibiendo lo que en realidad querríamos hacer; sería una libertad suicida, una libertad de muerte. No queremos seguir nuestros pensamientos, no queremos seguir nuestros deseos, nuestras opiniones, o hacer prevalecer nuestra voluntad, si eso nos aleja de Él. Así vivió María: Dios cada vez más grande en su vida, un deseo que fue creciendo y en su crecimiento acrecentaba su amor, acrecentaba su libertad, una libertad totalmente al servicio del amor y por tanto siempre fiel. Nuestra Señora de las Penas sabe bien por qué llora. Siete lágrimas de dolor, que no de desconsuelo, porque nadie como Ella confía en Dios, siendo Ella misma Consuelo de los afligidos, Auxilio de los cristianos, Esperanza nuestra. María llora por nuestras faltas de amor.

Cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Y el primero que usa y abusa es uno mismo: es la mala utilización de los dones recibidos; y se usa y abusa de la inteligencia; y se usa y abusa del tiempo; y se usa y abusa de la capacidad de observación para criticar a los demás. En todas esas situaciones el amor, fracasa; el dar gloria a Dios, fracasa. El servir a los demás, fracasa. La grandeza personal, fracasa. Porque no hay amor.

María, ¿cómo has sido tú, grande? Nos enseñas que el hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María comprendemos que es así. Que importante es que Dios sea grande en nuestras vidas, que por tanto Dios esté presente tanto privadamente, como públicamente, por ejemplo, mediante la Cruz; sólo si Dios está presente tenemos una orientación, un camino. Engrandecer a Dios significa hacer espacio a Dios cada día en nuestras vidas, desde el punto de la mañana, en nuestros pensamientos, en nuestros quehaceres. Dios no es un intruso, un “malvenido”. Dar tiempo a Dios. Que no se sienta ahogado. Todo ofrecido a Dios. Dios dentro, así todo se hace más grande, más amplio, más rico, más bonito.

Y una consecuencia de ese ser Dios grande en cada uno es la cercanía a los demás. Porque es la cercanía del amor. Aquél que lucha porque Dios sea grande no se aleja de los demás. Lo vemos en la Virgen, que por estar con Dios y en Dios, ser toda de Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros y la notamos tan cercana, una Madre, a la que no queremos apenar. María está cerca de cada uno, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como "madre" a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en sus manos, con toda confianza.

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Francisco Javier Sevillano, Pbro.

Sigue enseñándonos Madre, que aprendamos de tu amor a Dios y a los demás sin excepción. Me gusta pensar que en la persona de la Virgen -y así tendría que ser también en nuestras vidas- dos amores se unen: el Amor de Dios y su amor personal; aunque  parezca una exageración, con el amor de María el amor de Dios se enriquece, se hace más bello. Dios quiere que aportemos nuestro granito de arena.

Y aprendemos de Ella la finura y delicadeza del amor en la piedad, en la fraternidad, en el trato humano. En la escuela de María aprendemos un amor pleno, profundo, real, puro, fiel, un amor hermoso, que custodiamos, que guardamos, para que nada disminuya el amor al Señor.

Santísimo Cristo de la Caridad, ten piedad de nosotros.

Nuestra Señora de las Penas ruega por nosotros.

San José, ruega por nosotros.

Francisco Javier Sevillano, Pbro.
Sacerdote del Opus Dei

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