A Jesús se va y se “vuelve” por María

Jose Manuel Colinas, Pbro.
16 de mayo de 2021

En este mes de mayo, dedicado especialmente a la Virgen, estamos invitados a contemplar con ojos nuevos -piedad y amor renovados- el Misterio tan familiar a esta Hermandad en el que Nuestra Señora de las Penas acompaña hacia el sepulcro el cuerpo muerto de Jesús, con los demás componentes del cortejo fúnebre, Nicodemo y José de Arimatea, Juan, Marta, Salomé… El brazo inerte de su Hijo, que oscilaba con los movimientos de sus porteadores, parecía subrayar la muerte de Jesús, avivando el dolor de su Madre.

De María conocemos un rasgo muy personal: meditaba las cosas en su corazón, ponderándolas. Con esa actitud la vemos actuando justo después de aquella inmensa pena que le produjo la pérdida del niño durante tres días. Y también cuando el anciano Simeón le anunció lo que Ella acababa de experimentar en el Calvario: una espada de dolor atravesará tu corazón. Y eso nos autoriza a pensar que así actuó también ahora: desde el mismo momento en que recibió el encargo de ser madre de los discípulos, aún en medio de su grandísima pena -no hay dolor como tu dolor- empezó a meditar en su corazón qué significaba esa invitación, que era un verdadero mandato.

La Virgen recibió un encargo preciso en el Calvario, cuando tenía su alma en carne viva: he ahí a tu hijo. La pureza inmaculada de María le permitía captar profundamente, aún en medio de su inmensa pena, esas palabras, con una hondura que su meditación permitía agrandar cada vez más.

La Virgen recibió un encargo preciso en el Calvario, cuando tenía su alma en carne viva: he ahí a tu hijo

En primer lugar debemos considerar que esa invitación divina, que para Ella fue una sorpresa, la aceptó con su habitual fiat, hágase en mí…

Como sabemos bien, la Virgen aparece muy pocas veces en la vida pública del Señor: fundamentalmente una al principio, en Caná, donde con su intervención se enciende la fe de los discípulos, y otra al final, en el Calvario. De ahí se puede deducir que María no era acompañante de Jesús durante esos años, y por tanto no conocía bien a los discípulos. Convivió con ellos apenas en la última Pascua, y el comportamiento de los discípulos durante el viernes y el sábado siguientes no era la mejor tarjeta de presentación: ella fue testigo dolorido del abandono de Jesús en el Calvario por parte de todos, menos por aquel adolescente llamado Juan, y después del ambiente de incredulidad y desesperanza que imperaba en el Cenáculo.

Desde el primer momento nuestra Madre captó que el alcance del mandato era inmenso, porque lo que Jesús le pide es que tienes que querer a mis hermanos como me has querido a mí. Una tarea nueva, realmente inabarcable… Lo mismo que ante el Ángel en Nazaret, se plantearía nuestra Madre: de qué modo se hará esto… Y fue precisamente en ese trágico itinerario hacia el sepulcro de su Hijo, cuando nuestra Madre iba meditando sobre su nueva maternidad, aceptándola con un fiat continuamente renovado.

Para María suponía posiblemente un cambio total de sus planes. Ella había vivido durante años, después de la muerte de José, teniendo a su cuidado un solo hijo, y en los últimos tres años vivía sola en Nazaret, con la vida tranquila de un pueblo tan pequeño: su casa, pequeña y primorosamente cuidada, su visita diaria a la fuente, algunos trabajos para mantenerse, el cuidado de un pequeñísimo huerto, quizá un par de cabras u ovejas… Una vida sencilla, a la que estaba acostumbrada -su mundo, sus parientes y amigas…- y a la que deseaba volver cuanto antes. Todo esto se esfuma en un instante con su nuevo fiat, asumiendo su nueva maternidad, continuación de aquella primera, en medio de aquella pena infinita que fueron los dolores de parto que no padeció en el primero, en la cueva de Belén. Ella acepta esta nueva maternidad con la misma fe y la misma fuerza con que asumió la primera.

Cuando abandonaron el Cenáculo y regresaron a Galilea, cada uno regresó a su lugar de origen, y María pasaría aquellos días en Nazaret. Ya no era una jovencita de 15 años, sino una viuda de unos 48, que en aquellas fechas podía considerarse una persona muy mayor, casi una anciana. Podría haber pensado: ¿qué necesidad tengo de complicarme la vida ahora? ¿Qué significa en la práctica esta maternidad? Y otras mil preguntas que pretenderían atar a María a sus cosas, y que ella despejó una y otra vez con la misma respuesta generosa de hacía 33 años: fiat, hágase en mí según tu Palabra. Y la Palabra ahora era: he ahí a tu hijo.

Y desde hace 2000 años la Virgen María, Madre de Jesús, Hijo de Dios encarnado, ejerce su maternidad, y nos quiere con el mismo corazón y la misma fuerza con que quería a Jesús. Así ama a todos los cristianos, que por el bautismo nos hemos convertido en Cristo, y en la eucaristía comemos el Cuerpo de Jesús, fruto bendito de su vientre.

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José Manuel Colinas, Pbro.

A nosotros nos corresponde ahora aprender a querer a María no de cualquier manera, sino como la quería su Hijo Jesucristo, nuestro hermano. Si la vida de cada cristiano es madurar para tener en el corazón los mismos sentimientos de Cristo (Flp. 2,5), no hay camino más seguro que imitar a Jesús en el amor a su Madre. Quizá nos parezca una meta inalcanzable, y entonces debemos escuchar de labios de nuestra Madre, como un susurro amoroso, las mismas palabras que escuchó ella de boca del Ángel: No temas (…) Para Dios nada hay imposible.

Mes de mayo, mes de María. Para que nos acerquemos más -con más amor, con más empeño, con más piedad…- a nuestra Madre. Que la Pena grande que embargaba su corazón cuando nos aceptó como hijos dé muchos frutos en nuestra vida. Porque como decía san Josemaría, a Jesús se va y se “vuelve” por María. (Camino 495).

José Manuel Colinas, Pbro.
Equipo sacerdotal de la Iglesia del Señor San José

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