El sábado 21 de marzo nuestra Parroquia acogió la tradicional Meditación ante el Santísimo Cristo de la Caridad, en esta ocasión a cargo del cofrade D. Manuel Román Silva, Consiliario de la Hermandad de San Esteban y anterior Presidente del Consejo General de HH. y CC. (2000-2008).
Las elegantes y profundas palabras del Meditador trazaron tres «encuentros» con el Señor de la Caridad. En el primero, «La mano de mi padre», aludió a sus recuerdos de contemplar siendo niño junto a su progenitor la imagen de nuestro Cristo de la Caridad. Ahí escuchamos párrafos tan expresivos como estos:
“Ya había caído la noche y te adiviné entre una impresionante nube de incienso. Era después de haber sentido cómo todo un cortejo de altos capirotes negros y cera azul, abigarraba la estrecha calle en la que Tú, como único sentido de todo lo que pasaba, teñías con tu muerte. O, quizás, con tu vida. (…)
“Mírale”, me ordenó con dulzura la voz de mi padre, mientras yo me asía a su mano.
Era un niño, en la seguridad de mi asidero. Una mano recia y una voz segura fueron las que me enseñaron a mirarte. Una mano que conocía bien y que todavía hoy encuentro en el tacto de otras.
La mano de mi padre.
Una mano receptiva, cálida. La mano de la seguridad del niño, la mano del cariño del padre. La mano que, en su calor y con una sola palabra, me enseñó a descubrirte y mirarte de otra forma, en aquella noche y en aquella calle. Para siempre.
“Mírale”.
Han pasado los años y te sigo descubriendo, Señor de la Caridad. Tanto andar de los días para encontrar, en la misma calle, en el mismo momento, ese otro diálogo distinto, que en aquella lejana noche sembraste en mí y que entonces no supe entender. Lo que era diálogo de muerte, ahora es y para siempre, el diálogo de la vida.
“Mírale”, resuena en mis oídos.
Y busco el calor de la mano de mi padre.”
El segundo encuentro, denominado «Una sábana en la oscuridad», recordaba las sensaciones vividas un Jueves de Pasión en que fue invitado a trasladar al Cristo de la Caridad al paso procesional, con palabras como estas:
“Pero ninguno como aquel, el de aquel año que, gracias a la generosidad de los hermanos de tu hermandad, me permitieron sentir tu carne más cerca, la anatomía de tu cuerpo roto junto a mí, al asistir al traslado de tu cuerpo al paso, para entronizarte en una de las estampas más impresionantes que pueda presentarse en nuestra Cuaresma.
En la oscuridad de la Iglesia, percibo tu proximidad. Una sábana blanca resplandece en la penumbra. Y sobre ella, resplandece aún más tu Caridad. Tu Vida. No Tu muerte.
Llegaste a mí. Estabas en mí.”
En este apartado también destacaron las reflexiones del Meditador sobre la vida actual de las Hermandades, y cómo debemos acoger y tratar a los hermanos en nuestro seno:
“¿Acaso soy yo el custodio de mi hermano?”, respondió Caín cuando Dios le preguntó por su hermano Abel. Sí, hemos de ser los custodios de cada uno de nuestros hermanos. Y esto lo tenemos que aprender bien los que formamos parte de nuestras hermandades. No podemos, bajo ningún concepto, limitarnos y conformarnos a entregarles el cirio el día de la cofradía. Hemos de participar en la Estación de Penitencia como si lleváramos el rostro descubierto, sabiendo en cada momento quién es el hermano que nos acompaña. Sepamos de su vida, de sus problemas, de sus soledades, y también de sus alegrías… Profundicemos en la vida de nuestros hermanos, para ser Hermandad todo un año y cofradía sólo un día.”
El tercer encuentro, bajo el título «Conmigo lo hicisteis» se centró en la virtud de la Caridad, advocación de nuestro Cristo y esencia y núcleo de nuestra Hermandad, que desgranó con párrafos como estos:
“El Señor de la Caridad nos habla cada día, cada hora. Y nos repite aquello que nos dejaron escrito los evangelistas. Pero hoy, en pleno siglo XXI, cuando estamos en la era de las telecomunicaciones, Jesús en su infinita sabiduría nos habla sin palabras. Sólo con obras, con gestos, con situaciones que nos presenta.
En su boca entreabierta, tras haber exhalado el último aire del Calvario, parece que nos vuelve a repetir, ante la pregunta de nuestra oceánica necedad: “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí”.
Involucremos a nuestros hermanos en una verdadera caridad, con personas implicadas con los más necesitados, algo que yo no supe o no pude hacer en mi paso por el Consejo, pero que sigo pensando que es la única forma, la más auténtica para ejercer la caridad.
Vayamos físicamente a los que demandan nuestra presencia: el hambriento, el sediento, el desnudo, el forastero, el enfermo, el encarcelado.
Esa es la verdadera caridad.”
En el apartado final «Las manos de Jesús», D. Manuel Román volvió a unir a nuestro Cristo con la figura de su padre: “He de terminar, y he de hacerlo confiando en el encuentro, en ese encuentro que tendré en un lugar cualquiera. El encuentro con las manos de vuestro Señor de la Caridad, que no es otro que el reencuentro con las manos de mi padre.”
Y recorriendo con unción de las manos de Cristo en los evangelios, las dibujó con estas sentidas palabras:
“Tus manos, las manos del esfuerzo, de la superación, de la valentía, del amor a toda la humanidad. La mano de la solidaridad a toda costa por el hombre y la mano que vence el pecado. Las manos del triunfo de la vida sobre la muerte.
Las manos de un carpintero que serán Pan de vida y Sangre vivificadora de la fe.
Las manos de Jesús. Manos que extendieron los rollos de las Escrituras en la Sinagoga, cuando Él estaba en las cosas de Su Padre. Manos que no dejaron a los novios de Caná sin vino, que multiplicaron panes y peces, que acariciaron a niños y leprosos, que curaron a ciegos y paralíticos, que resucitaron a Lázaro. Las manos del Dios de la Caridad, que expulsaron a los mercaderes del templo porque era un lugar sagrado y no una cueva de ladrones.
Son tus manos, Señor, las que levantaron del suelo a la mujer pecadora admitiéndole su perfume. Las manos que lavaron los pies de Tus discípulos, la misma noche en la que ya estaba consumada Tu muerte.
Las manos que sudaron sangre en Getsemaní y que envainaron la espada de Pedro. Manos atadas como las de un Reo, que sostuvieron una caña como un cetro. Que cargaron con la cruz y fueron traspasadas por los clavos. Manos cruzando el pecho, envueltas por un sudario.
Las manos que saldrán de la tumba anunciando “Yo soy la Resurrección y la Vida”.
He de buscarte, Señor de la Caridad, el próximo Lunes Santo, en cualquier rincón o esquina.
He de unirme de nuevo a tus manos y recibir tu mensaje de vida eterna.
He de fortalecer el amor a tu Padre a través de tu nombre, practicando la Caridad con los que tengo a mi lado.”
La Meditación concluyó, de nuevo, con el recuerdo de su padre y una hermosa oración al Cristo de la Caridad:
“Mírale”, me dijo mi padre.
Dame, Señor, la fuerza de tus manos para ser anuncio de tu muerte, el gozo de tu resurrección y la sabiduría sembradora de tu enseñanza, en los surcos que marca en el árido suelo tu dedo extendido, germinado de Caridad eterna.
“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor, Jesús”.