La etapa final de nuestros hermanos por Tierra Santa culminó en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Una visita inolvidable, con nuestro Cristo sobre el mar de lirios morados en la memoria.
VISITA AL SANTO SEPULCRO. Jerusalén, 6 de diciembre de 2010
La peregrinación llega a su fin. Pero aún nos queda una visita anhelada: la del Santo Sepulcro. La mañana ha amanecido lluviosa en contraste con los días pasados de calor, pero tal vez eso nos hace concentrarnos más en lo que vamos a ver. Antes de llegar y tras una parada para contemplar la denominada “explanada de las mezquitas”, lugar también unido a la historia de los pueblos palestino e israelí, nos disponemos a hacer el vía crucis por la misma Vía Dolorosa. Aunque el guía nos aclara que el recorrido de Jesús fue esencialmente el mismo (desde el Pretorio hasta el Gólgota) la trayectoria física puede no haberla sido porque desde esos tiempos a los actuales la ciudad se ha vista destruida y reconstruida hasta tres veces. Pero ese detalle no nos hace perder el sentido testimonial que tiene el camino: Jesús estuvo aquí e hizo este camino u otro por el estilo por amor hacia los mismos que le conducían hacia su muerte, por salvar a ellos y todos los que hubieran de venir y acabó por ello en una cruz. Sólo pensarlo en este sitio sobrecoge.
Comenzamos las estaciones dirigidas por nuestro director espiritual, Padre Fernando, y consistentes en la lectura de la estación y una breve reflexión sobre su contenido. Van pasando una detrás de otra: la flagelación, la presentación al pueblo, el encuentro en la calle de la amargura, las caídas… La emoción se intensifica por momentos. La lluvia sigue cayendo con intensidad y en las calles no obstante las tiendas están abiertas, sus dueños pregonan la mercancía, nos acosan para que compremos, la gente pasa, hay ruido, olores a comidas con especias… Parece difícil concentrarse, ya nos lo habían advertido, pero también que eso era lo que debió ver y sentir Jesús en su camino: una ciudad que bullía y que estaba tristemente acostumbrada a la ejecución de ladrones, malhechores y rebeldes. Todavía nos hace todo eso sentirnos más cerca de Él. Por ese dédalo de callejuelas y teniendo que dejar algunas estaciones sin hacer (porque las capillas pertenecen a otras iglesias no católicas e impiden su entrada) llegamos a la Basílica del Santo Sepulcro. Ahora sí que el cosquilleo se apodera de todos. Vamos a poder contemplar la esencia del misterio que es el centro de nuestra vida de Hermandad, Cristo en su Traslado al Sepulcro, el recordatorio físico de que Cristo murió por nosotros y como nosotros recibió sepultura por sus seres queridos.
Antes de entrar en la reducida capilla que guarda lo que fue la sepultura de Jesús y sujetando nuestro deseo de contemplarla ya, nos reunimos todos en la eucaristía en otra capilla cercana. Esta celebración va a tener presente a toda nuestra Hermandad y, especialmente, a todos aquellos que ya no están con nosotros y que tras ser llevados a su última morada comparten ya con Jesús la esperanza de la nueva vida. Nuestro sacerdote Fernando toma nota de una cantidad ingente de nombres que todos le vamos dando para que se lean en la misa. Y así se hace, y así aparecen nombres de todos recordados: Tapia, Paco López Arjona, Manolo Martínez, Engelberto… Toda una historia de la hermandad en decenas de nombres pronunciados en el Templo del Santo Sepulcro en Jerusalén: Sevilla en Jerusalén, la Venerable Hermandad del Santísimo Cristo de la Caridad en su Traslado al Sepulcro, Nuestra Señora de las Penas y Santa Marta, de San Andrés en Sevilla en el Santo Sepulcro en Jerusalén. Emoción a raudales en la reflexión final que lee nuestro hermano Jesús Núñez recordando un Lunes Santo, y que para nosotros ya no será el mismo a partir de ahora.
Finalizada la eucaristía nos desplazamos rápido a una cola que crece por momentos para entrar a contemplar el Santo Sepulcro. El espacio es tan reducido y a la vez tan oscuro que cuando entramos la impresión es como un dardo que se te clava: allí estuvo Él. Es difícil explicar las sensaciones, un nudo en el estómago y una emoción que hace saltar las lágrimas es el denominador común en todos nosotros. Besamos la piedra sagrada y salimos rápido, pero ese instante es seguro que quedará grabado en nuestra retina y en nuestro corazón como uno de los más íntimos a los que hayamos asistido.
Aún nos queda otro momento importante, no lejos de allí contemplamos la piedra que señala el lugar donde estuvo la cruz de Cristo. Arrodillándonos y besándola la hacemos nuestra como reconocimiento al inmenso sacrificio que hizo por nosotros.
Hemos acabado nuestra peregrinación, los objetivos se han cumplido. En poco tiempo partiremos hacia el aeropuerto y de allí hacia Sevilla. No es un tópico, pero de verdad llevaremos algo con nosotros que resulta difícil de explicar. Sólo el tiempo y el recuerdo nos dirá qué es…
Vicente Vigil-Escalera Pacheco