Mensaje de Cuaresma 2013 de Benedicto XVI y Carta del Arzobispo de Sevilla en esta Cuaresma
“El cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor ―«Charitas Christi urget nos» (2 Co 5,14)―, está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo”. Este frase, que incluye el versículo de San Pablo que es el lema de nuestra Hermandad, resume el núcleo del mensaje para la Cuaresma de este año de Benedicto XVI. Y sobre “El servicio de la Caridad en la vida de la Iglesia”, versa una reciente Carta del nuestro Arzobispo que complementa, en cierto modo, al documento papal. Ambos se refieren a la primacía de la Caridad, virtud esencial y corazón por tantos motivos de nuestra Hermandad de Santa Marta.
El mensaje del Santo Padre contiene párrafos de su primera encíclica “Deus Charitas est” tan esclarecedores como este: «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva… Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro» (Deus caritas est, 1).
Entre las reflexiones para esta Cuaresma, el Papa señala, apuntando a la exigencia del amor a los hermanos que: “la existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios”.
Reproducimos el texto completo de dicho Mensaje de Cuaresma del Papa:
Creer en la caridad suscita caridad
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16)
MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI PARA LA CUARESMA 2013
Queridos hermanos y hermanas:
La celebración de la Cuaresma, en el marco del Año de la fe, nos ofrece una ocasión preciosa para meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en Dios, el Dios de Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a los demás.
1. La fe como respuesta al amor de Dios
En mi primera Encíclica expuse ya algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre estas dos virtudes teologales, la fe y la caridad. Partiendo de la afirmación fundamental del apóstol Juan: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva… Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro» (Deus caritas est, 1). La fe constituye la adhesión personal ―que incluye todas nuestras facultades― a la revelación del amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo. El encuentro con Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino también el entendimiento: «El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Sin embargo, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por “concluido” y completado» (ibídem, 17). De aquí deriva para todos los cristianos y, en particular, para los «agentes de la caridad», la necesidad de la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad» (ib., 31a). El cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor ―«caritas Christi urget nos» (2 Co 5,14)―, está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo (cf. ib., 33). Esta actitud nace ante todo de la conciencia de que el Señor nos ama, nos perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los pies de los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz para atraer a la humanidad al amor de Dios.
«La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor… La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz ―en el fondo la única― que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar» (ib., 39). Todo esto nos lleva a comprender que la principal actitud característica de los cristianos es precisamente «el amor fundado en la fe y plasmado por ella» (ib., 7).
2. La caridad como vida en la fe
Toda la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).
Cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
La fe es conocer la verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad (cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos de Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda; la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).
3. El lazo indisoluble entre fe y caridad
A la luz de cuanto hemos dicho, resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver en ellas un contraste o una «dialéctica». Por un lado, en efecto, representa una limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando las obras concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro, sin embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad y de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe. Para una vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo moralista.
La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios. En la Sagrada Escritura vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-4). En la Iglesia, contemplación y acción, simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta y María, deben coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42). La prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia general 25 abril 2012). A veces, de hecho, se tiene la tendencia a reducir el término «caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es precisamente la evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna acción es más benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio, introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más alta e integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, es el anuncio de Cristo el primer y principal factor de desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de cada hombre (cf. Caritas in veritate, 8).
En definitiva, todo parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante el anuncio del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto ―indispensable― con lo divino, capaz de hacernos «enamorar del Amor», para después vivir y crecer en este Amor y comunicarlo con alegría a los demás.
A propósito de la relación entre fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de san Pablo a los Efesios resumen quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10). Aquí se percibe que toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las obras de la caridad. Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos virtudes se necesitan recíprocamente. La cuaresma, con las tradicionales indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas del ayuno, de la penitencia y de la limosna.
4. Prioridad de la fe, primado de la caridad
Como todo don de Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1 Co 13), ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6), y que nos hace decir: «¡Jesús es el Señor!» (1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co 16,22; Ap 22,20).
La fe, don y respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado, adhesión plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de que precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en Cristo, nos hace adherir de modo personal y existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial para con Dios y fraterna para con todo hombre (cf. Rm 5,5).
La relación entre estas dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El bautismo (sacramentum fidei) precede a la Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está orientado a ella, que constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente, la fe precede a la
caridad, pero se revela genuina sólo si culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación de la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe llegar a la verdad de la caridad («saber amar a Dios y al prójimo»), que permanece para siempre, como cumplimiento de todas las virtudes (cf. 1 Co 13,13).
Queridos hermanos y hermanas, en este tiempo de cuaresma, durante el cual nos preparamos a celebrar el acontecimiento de la cruz y la resurrección, mediante el cual el amor de Dios redimió al mundo e iluminó la historia, os deseo a todos que viváis este tiempo precioso reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de amor por el Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en nuestra vida. Por esto, elevo mi oración a Dios, a la vez que invoco sobre cada uno y cada comunidad la Bendición del Señor.
Vaticano, 15 de octubre de 2012
BENEDICTUS PP. XVI
La carta de nuestro Arzobispo, del 24 de febrero pasado, detalla, por su parte la responsabilidad ineludible de las obras caritativas de la Iglesia y valora muy especialmente la acción de los hermanos que se dedican más específicamente a ello, expresando que: “quienes trabajan en las obras sociales y caritativas de la Iglesia deben ser cristianos cabales, verdaderos creyentes, hombres y mujeres convertidos, que oran, que aman a Jesucristo y a la Iglesia, que están insertos en sus parroquias, que tienen corazón de apóstol y que son conscientes de que a través de su acción están colaborando en la Nueva Evangelización, que para ser creíble necesita el refrendo de nuestro amor fraterno y solidario. De lo contario, no podrán superar la frialdad organizativa y burocrática que en algunos casos se apodera de las instituciones eclesiales de servicio”.
Y reforzando la raíz cristiana de todo nuestro servicio a los necesitados, monseñor Asenjo añade con claridad que es necesario que “los responsables inmediatos de las instituciones diocesanas de caridad y de servicio cuiden su identidad más genuina, la muestren de forma confesante y no vergonzante, sin sucumbir al peligro de la secularización interna, que hace de nuestras instituciones sociales ONGs asépticas, que olvidan sus raíces cristianas. La motivación del compromiso de nuestros voluntarios y técnicos no puede ser otra que la fe en Jesucristo”.
Reproducimos el texto completo de la Carta del Arzobispo de Sevilla:
EL SERVICIO DE LA CARIDAD EN LA VIDA DE LA IGLESIA
Domingo, 24 de febrero de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
Está a punto de publicarse la Guía de la Acción Social de la Iglesia en Andalucía por iniciativa de Cáritas Regional y de CONFER. En ella encontraremos una referencia completa de cada una de las instituciones que trabajan al servicio de los niños, ancianos, drogodependientes, personas sin hogar, minorías étnicas marginadas, enfermos de sida, reclusos y ex reclusos y sus familias, personas dependientes, mujeres en situación de exclusión y todos nuestros hermanos necesitados de la ayuda cercana y fraterna de la Iglesia.
Son obras y servicios de nuestras Iglesias diocesanas en Andalucía, de nuestras Hermandades y Cofradías, de diversas instituciones eclesiales, y muy especialmente de los religiosos y religiosas, que con tanta entrega sirven a los más pobres.
Agradezco la publicación de esta obra, que servirá para que los pobres, las víctimas de la crisis económica y cuantos desgraciadamente van quedando al margen del desarrollo social, encuentren orientación y respuesta a sus necesidades. Coincide su aparición con la publicación del Motu proprio del Papa Benedicto XVI sobre “El servicio de la caridad”, que entró en vigor el pasado 10 de diciembre. En él se afirma que la naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: el anuncio de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos y el servicio de la caridad. Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse unas de otras. En concreto, “el servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia”. Este servicio, que es un imperativo del mandamiento nuevo que el Señor nos dejó, puede ejercerse individualmente, pero ha de ser ejercido también en su dimensión comunitaria de manera ordenada desde las instituciones diocesanas, de la vida consagrada o de otras realidades eclesiales.
En el citado documento afirma el Papa que "es propio de la estructura episcopal de la Iglesia que los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, tengan en las iglesias particulares la primera responsabilidad de cumplir el servicio de la caridad”. Así sucedía en la antigüedad cristiana. El ejercicio de la caridad no se entendía al margen del Obispo. Por ello, estaba institucionalizado, reglado y centralizado, hasta el punto de que no existía la caridad individual. Los fieles entregaban sus limosnas al Obispo, quien a través de los diáconos, las distribuía a los pobres. El ejercicio de la caridad individual se consideraba como una ofensa al Obispo, puesto que podía dar a entender que no se preocupaba de los pobres. Esto quiere decir que a los Obispos nos corresponde cumplir en primera persona este ministerio e impulsar en nuestras Iglesias particulares la actividad caritativa, en la que se perciba, como afirma el Papa, el auténtico amor a la persona que se encuentra en necesidad, un amor que se alimenta en el encuentro diario con Cristo, favoreciendo al mismo tiempo la educación de nuestras comunidades en la solidaridad, el respeto y el amor según la lógica del Evangelio.
El Obispo diocesano es el primer responsable de la diaconía de la caridad en la Iglesia particular que tiene encomendada. Debe además favorecer y sostener las iniciativas de servicio a los pobres, suscitando en los fieles el fervor de la caridad fraterna hacia los hermanos más desfavorecidos. Debe también procurar que los responsables inmediatos de las instituciones diocesanas de caridad y de servicio cuiden su identidad más genuina, la muestren de forma confesante y no vergonzante, sin sucumbir al peligro de la secularización interna, que hace de nuestras instituciones sociales ONGs asépticas, que olvidan sus raíces cristianas. La motivación del compromiso de nuestros voluntarios y técnicos no puede ser otra que la fe en Jesucristo y “el amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5), un amor que brota del amor salvador de Cristo, celebrado en la liturgia y experimentado cada día en el encuentro cálido con el Señor en la oración y en la participación en los sacramento, especialmente la eucaristía y la penitencia. Sólo así, “contemplando el misterio y cercanos a los pobres”, como dice el Mensaje del último Sínodo, amaremos a los pobres como Dios los ama, con el mismo amor de Jesús.
Quienes trabajan en las obras sociales y caritativas de la Iglesia deben ser cristianos cabales, verdaderos creyentes, hombres y mujeres convertidos, que oran, que aman a Jesucristo y a la Iglesia, que están insertos en sus parroquias, que tienen corazón de apóstol y que son conscientes de que a través de su acción están colaborando en la Nueva Evangelización, que para ser creíble necesita el refrendo de nuestro amor fraterno y solidario. De lo contario, no podrán superar la frialdad organizativa y burocrática que en algunos casos se apodera de las instituciones eclesiales de servicio.
Para todos, y muy especialmente para quienes trabajan en las obras sociales de la Iglesia, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla

